El último viaje de Fidel

En Argentina comenzó el ocaso de Castro, adorado por organismos y partidos identificados con la defensa de los derechos humanos a pesar de su entrañable relación con la dictadura militar




25 de noviembre de 2016
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Por Jorge Elías

En la provincia de Córdoba, Argentina, donde pasó su infancia el Che Guevara, comenzó a declinar la salud de Fidel Castro, fallecido el 25 de noviembre de 2016 a los 90 años de edad. Estaba pálido, con la tez casi grisácea y el rostro desencajado. En un momento, apenas arribó, se salió de las casillas por la pregunta de un periodista sobre un caso que preocupaba al gobierno de Néstor Kirchner: la situación de la médica Hilda Molina, privada de salir de Cuba y de conocer a sus nietos en Buenos Aires. A finales de julio de 2006, la delegación del mando en su hermano Raúl rubricó el desenlace. Desde entonces murió en el ideario popular quizá tantas veces como en los más de 600 intentos de asesinato atribuidos a la Agencia Central de Inteligencia (CIA).

Aquel viaje, como invitado especial de la Cumbre del Mercosur, selló el comienzo de su ocaso. Castro, mimado por los gobiernos de Kirchner y de Eduardo Duhalde después de haber cruzado espadas en público con Carlos Menem (en privado se intercambiaban cigarros y vinos) y de haber insultado a Fernando de la Rúa, creía que había limpiado la estantería en Argentina. Hasta había liquidado en condiciones más que favorables la deuda contraída en los tempranos setenta con el gobierno interino de Raúl Lastiri, entonces del orden de los 200 millones de dólares, tras la reanudación de las relaciones propiciada por su antecesor, Héctor Cámpora.

En una región plagada de dictaduras, la Revolución Cubana no parecía que iba a convertirse en aquello que había combatido y extirpado: una dictadura. Fulgencio Batista huyó a la República Dominicana, donde encontró cobijo en la hospitalidad de su entrañable amigo Leónidas Trujillo, otro dictador. En Miami, la diáspora cubana celebraba el desenlace. Era un nuevo amanecer hasta que, a mitad del día, inesperados nubarrones cubrieron el firmamento. Nuevas camadas de cubanos, ahora víctimas de atropellos, expropiaciones, nacionalizaciones, reformas agrarias y cárceles, comenzaron a dejar sus huellas en las playas de Florida.

En palabras de George Orwell, “no se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura”. Esa sentencia, inscripta en su novela 1984, publicada en 1949, iba cumplirse en una isla remota del Caribe, Cuba, una década después. El primer día de 1959, el mundo veía con simpatía la gesta de los muchachos barbudos que habían derrocado al nefasto régimen de Batista. La izquierda de entonces, sobre todo la latinoamericana, vislumbraba un faro capaz de alumbrarla con más vigor que el emplazado en Moscú y de alentar con más énfasis a los movimientos de descolonización de África.

En más de medio siglo, el poder encarnado en Fidel y Raúl Castro se valió para perpetuarse de un error cometido en 1962 por el presidente norteamericano John F. Kennedy: imponerle a la isla el bloqueo comercial, condenado desde 1992 por las Organización de las Naciones Unidas (ONU). Cual víctima, el único régimen comunista de América latina, y uno de los pocos del planeta, aplicó el principio de no intromisión para prevenirse de quienes osaran cuestionar su desprecio a las libertades y los derechos humanos.

Los presidentes argentinos Juan Domingo Perón y María Estela Martínez de Perón, acosados por los montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), iban a tomar distancia de Castro. El gobierno militar instaurado en 1976 no iba a cambiar de actitud, pero, curiosamente, contrajo con él un compromiso: en 1980, de común acuerdo con la Unión Soviética, contribuyó a desdibujar el drama de los desaparecidos en Argentina de una resolución con letra norteamericana que pretendía condenar al país. Gracias a Castro, la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de la ONU, con sede en Ginebra, no pudo avanzar en la denuncia de una de las peores secuelas de los años de plomo.

“Si bien sus relaciones no siempre fueron óptimas, Cuba y el último régimen militar argentino se acercaron en lo relativo a la sensible cuestión de los derechos humanos –apuntó Kezia McKeague, investigadora asociada del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (Cadal)–. Para la junta militar argentina, resultaba imperativo contrarrestar las críticas internacionales a la represión que siguió al golpe de Estado en 1976. Este esfuerzo se centró en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, donde el régimen anticomunista irónicamente halló respaldo diplomático entre sus adversarios ideológicos”.

La intervención soviética en Afganistán mejoró la relación comercial y política de Argentina con la Unión Soviética. El gobierno militar no adhirió al embargo de granos dictado por el gobierno de Jimmy Carter, razón por la cual las exportaciones de granos a Moscú se incrementaron en forma considerable. De ese modo, a pesar del signo ideológico opuesto, el país pasó a ser el principal aliado de la Unión Soviética en la región en una curiosa confraternidad con Cuba.

Más interés que amistad

En 1983, al año siguiente de la Guerra de Malvinas, Reinaldo Bignone le agradeció a Castro el respaldo al reclamo argentino de la soberanía de las islas en el Primer Buró de Coordinación de Países No Alineados, presidido por Cuba. En Nueva Delhi, donde se realizó la reunión, el último presidente de facto argentino estuvo también con el líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Yasser Arafat, también cercano a los montoneros y el ERP.

El punto de inflexión, después del pragmatismo de Raúl Alfonsín y de la dureza de Menem, iba a tener lugar y fecha: Buenos Aires, 15 de abril de 2003, en vísperas del ballotage entre Kirchner y, casualmente, Menem que finalmente no se realizó. A eso de las dos de la tarde, Marco Aurelio García, principal asesor de política exterior del presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, cavilaba: “Hasta anoche, Duhalde no sabía qué iba a hacer. Bueno, Kirchner… Primó la posición de Kirchner”.

La posición de Kirchner, al cual Lula bendijo antes de que ganara las elecciones de ese año, era quebrar la persistente condena de Argentina a Cuba en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, aplicada por Menem desde el comienzo de su gestión como un tributo a las relaciones carnales con los Estados Unidos. García había estado la noche anterior con Duhalde. Conocía la decisión antes de que fuera divulgada. Procuró disimularlo hasta que, en presencia de unos pocos, concluyó: “Son 300.000 votos”. Para Kirchner si se realizaba el ballotage.

Gestos de acercamiento al régimen hubo varios desde entonces. La asunción de Kirchner, el 25 de mayo de 2003, tuvo un protagonista en las escalinatas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires: Castro. Y otro, aún incipiente en estas latitudes: el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, su ladero más fiel.

En la isla, en coincidencia con el comienzo de la guerra contra Irak, apresaron a más de 75 disidentes (entre ellos, 27 periodistas) y fusilaron a tres infelices que intentaban huir en balsa. García, como quien prefiere mirar al costado, sostenía: “Lo de Cuba no puede medirse sólo por el impacto de los encarcelamientos y los fusilamientos. Estamos hablando de la situación de los derechos humanos en el mundo. Y si vamos a eso, no podemos juzgar a un solo país». Idéntica postura adoptó el gobierno de Kirchner.

Dos años antes, en febrero de 2001, Castro había removido el avispero con su precipitada conclusión sobre los 39.500 millones de dólares que requería el blindaje financiero propuesto por el gobierno de De la Rúa: “Eso es lamer la bota yanqui”, espetó. Era una forma de presionarlo con la intención de cambiar el voto argentino en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU.

Kirchner envió a La Habana a su primer canciller, Rafael Bielsa. Lejos habían quedado, en apariencia, los dobleces de la región frente al embargo comercial norteamericano, acentuado por las leyes Torricelli, en 1992, y Helms-Burton, en 1996, a pesar de su ineficacia y de las críticas de compañías norteamericanas por no poder invertir en forma directa, como las españolas y las canadienses.

Desde la presidencia de Dwight D. Eisenhower, Castro sobrevivió a 11 presidentes de los Estados Unidos, así como a la exclusión de la Organización de los Estados Americanos (OEA) desde 1962 por falta de democracia. En las últimas dos décadas, aquella figura que era moneda de cambio para atenuar la hegemonía de los Estados Unidos en la región empezó a ceder terreno frente a la avanzada de Chávez. El único incondicional.

La hija rebelde

En ocasiones, el poder tiene razones que el corazón no entiende. Quizá por esas razones, Castro se mostró más paternal con el balserito Elián González, repatriado en 2000 desde Florida después de haber sido el único sobreviviente del naufragio en el que murió su madre en el afán de huir de la isla, que con su propia hija, Alina Fernández, incapaz de llamarlo papá y, suponía, de derramar una lágrima el día en que se enterara de su muerte.

Con la ilusión de vivir lejos de ese “hombre de uniforme verde” al que conoció cuando cumplió diez años y de quien recibió como regalo un muñeco de peluche igual a él, “un bebé grandote, con gorra, pelitos en la cara, botitas y uniforme verde”, Alina huyó de Cuba en 1993 con una peluca rubia y un pasaporte español.

En 1997, la hija rebelde de Nati Revuelta estrelló el cigarrillo en un cenicero repleto de colillas mientras, lejos del rumor del Caribe, el barullo de la Séptima Avenida de Manhattan, con coches que tocaban bocina en inglés, iba aguando el vino tinto al filo de la medianoche. Las colillas eran propias y ajenas, como el apellido que nunca quiso llevar y las penas que traía desde pequeña. Le había confirmado su madre que ese hombre de barba entreverada y olor a tabaco que frecuentaba su casa de noche era su padre. Hasta ese momento tenía otro padre, Orlando Fernández, cardiólogo, director de un hospital, y una hermana, Natalie, siete años mayor.

“Ya no me avergüenza ser la hija de Fidel –me dijo Alina con un dejo de tristeza en la mirada­–. Durante mucho tiempo tuve un sentimiento de culpa. No me preguntes por qué. En realidad, no tengo que expiar ninguna culpa. La gente no se cohíbe, dice ante mí lo que piensa. Me muestra sus heridas, me habla de sus muertos. No quiero vivir marcada por él. Fidel nunca asumió la responsabilidad de padre en el sentido literal de la palabra, esa presencia masculina que ocupa un lugar en la casa. No tenía ni forma de contactarlo. Debía esperar sus apariciones. Ese hombre no hizo nada por nosotras. Era sólo un momento de ternura y atención por la noche. Supe desde entonces que no podía contar con él”.

Castro mantuvo una relación estrecha con Celia Sánchez, su amiga y secretaria durante más de dos décadas. Su primogénito, Fidelito, es hijo de Mirta Díaz-Balart, la única que logró llevarlo al altar. La familia de Mirta estaba vinculada a la de Batista: en 1948, los recién casados recibieron un cheque del entonces presidente de Cuba para pasar su luna de miel en los Estados Unidos. Tuvo otro hijo con María Laborde. Con Dalia Soto del Valle, Lala, rubia de ojos verdes, su gran amor, tuvo cinco hijos varones cuyos nombres comienzan con la letra A: Alejandro, Alex, Antonio, Alexis y Ángel. La otra A es Alina. Poco y nada recordaba de los hábitos de su padre, excepto las visitas nocturnas y el cigarro en el bolsillo superior de su camisa.

Dinero nunca recibió de él. El sueldo de Castro era de 30 dólares mensuales, pero, según la revista Forbes, su fortuna rondaba los 900 millones de dólares. “Toda mi fortuna, señor Bush, cabe en el bolsillo de su camisa”, soltó en respuesta al presidente de los Estados Unidos. Mucho antes, en uno de sus extensos discursos, había señalado: “Hay algunos que tienen el hábito de ser desorganizados: andan con la camisa abierta y la corbata en el bolsillo. Y la corbata no se hizo para ponerla en el bolsillo ni los bolsillos se hicieron para guardar corbatas. No sé si algunos presumen que son más elegantes cuando se ponen la corbata en el bolsillo”.

Después de firmar el Consenso de Buenos Aires, cual reverso del Consenso de Washington, Lula y Kirchner, representado por el canciller Bielsa, rescataron a Castro del aislamiento causado por su política represiva. Hasta la Unión Europea condenó la razzia de 2003 y, como réplica, instauró la diplomacia del canapé (invitaciones a los disidentes para las fechas patrias que se celebraban en las embajadas). Desde Córdoba, tres años después, iba a emprender el regreso a La Habana. Era el regreso de su último viaje.

@JorgeEliasInter | @Elinterin
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