¿Y si gana Trump?

El capital del candidato republicano, como quedó claro en el primer debate presidencial, es el desencanto de la clase media blanca norteamericana con los políticos tradicionales




Donald Trump: los discursos del Brexit no difieren mucho de los suyos
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Donald Trump es algo así como un error del sistema o, en otros términos, de la globalización. El movimiento de malhumorados que encarna no nació ayer, en contra de las políticas de Barack Obama, sino anteayer, cuando cayó el Muro de Berlín, se desintegró la Unión Soviética y terminó la Guerra Fría (la real, la de dos arsenales nucleares apuntándose mutuamente). Entonces, el mundo duplicó su fuerza laboral. China abrió una hendija y, de pronto, una enorme masa de trabajadores se incorporó a la actividad privada. Lo mismo ocurrió en Europa Oriental. Hacia 2000 irrumpió en el escenario internacional Vladimir Putin, empeñado en restaurar el poder ruso. Trump promete ahora restaurar la grandeza de los Estados Unidos. Ambos comparten una visión autoritaria del poder.

El capitalismo creyó encontrar la panacea en la globalización. La encontró, en realidad. Nunca tan pocos ganaron tanto ni tantos ganaron tan poco. La desigualdad ensanchó la difusa línea divisoria entre ricos y pobres, concentrados en una clase media tan inclusiva que le permitió al obrero de un país emergente equipararse con uno de los Estados Unidos o de Europa. ¿Qué determinó el ascenso de uno y el descenso del otro? El trabajo intensivo de los asiáticos, sobre todo de los chinos, abarató el costo laboral. China, por eso, creció a las llamadas tasas chinas, cercanas al 10 por ciento anual, entre comienzos de los noventa y el año de la crisis global, 2008.

Millones salieron de la pobreza en ese país, el más poblado del planeta, así como en el segundo, la India, y en otro que emula un continente en América del Sur, Brasil. ¿Qué tiene que ver eso con Trump, admirador confeso de Putin? La clase media de los países emergentes engordó a expensas de la clase media norteamericana y europea, condenada al estancamiento de los salarios. En los Estados Unidos, los obreros blancos sintieron el impacto como una trampa, más que como un error, de la globalización. En dos décadas vieron perder el poder adquisitivo y las fuentes laborales. El país de las oportunidades, el del sueño americano, pasó a ser el país de la injusticia, como ocurrió en otros confines en los cuales aparecieron movimientos de indignados.

Esa dramática respuesta tuvo dos caras en los Estados Unidos: la de un demagogo como Trump, erigido como el campeón de las reivindicaciones frente a un enemigo externo que tiene cara de terrorista musulmán o de inmigrante indocumentado según la ocasión, y la del precandidato demócrata Bernie Sanders, irritado, al igual que Trump, con la voracidad de Wall Street y de las grandes compañías. Los argumentos para la victoria del Brexit no difieren mucho de los discursos de campaña de Trump, encantado con la ruptura del Reino Unido con Europa continental.

El índice de confianza de los norteamericanos en sus políticos y en sus instituciones ha decrecido en forma sistemática desde 2004, según la encuesta anual de gobierno de Gallup, Mantienen su fe el 58 por ciento de los demócratas, el 55 por ciento de los independientes y el 53 por ciento de los republicanos. Son la mitad de los contados a mediados de la década de 2000. Los reparos en los políticos tradicionales han inclinado la balanza hacia un candidato excéntrico en las filas republicanas, así como lo era Sanders, llamado a sí mismo socialista, en las demócratas. La curva comenzó a enfilar hacia abajo durante el segundo período de George W. Bush.

Trump va más allá: pretende reformular el Acuerdo de Libre Comercio con México y Canadá (Nafta, en inglés), algo que hiere la sensibilidad de Hillary

La frustración derivó en la candidatura de Trump, acaso en desmedro de las fuerzas tradicionales de su partido, hasta ahora controlado, como el demócrata, por políticos afines a la globalización. Ese quiebre liquidó la franja convencional entre una derecha conservadora, cercana a los banqueros y a los empresarios, y una izquierda progresista, cercana a los sindicatos y a la intervención estatal a favor de los desfavorecidos. Los sindicatos, representantes de la clase trabajadora blanca descontenta, están en la disyuntiva entre volcarse por un candidato que defiende sus intereses con medidas proteccionistas o, por rutina, por la candidata demócrata, enfrentada consigo misma en su afán de acercarse a la gente. Eso quedó claro en el primer debate presidencial.

¿En qué coinciden Trump y Hillary Clinton, más allá de sus diferencias personales? En oponerse al Acuerdo Transpacífico, suscripto por los Estados Unidos y once economías de la cuenca del Pacífico (México, Chile, Australia, Japón y Perú, entre ellas). Ven al TPP (sus siglas en inglés) como un presagio de los efectos negativos de la globalización ante la posibilidad de que provoque el desplazamiento de compañías a otros países en busca de menores costos y mayor competitividad. Es lo que ha sucedido en Detroit, Michigan, la ciudad más grande de los Estados Unidos en caer en bancarrota. Era el epicentro de la industria automotriz y manufacturera. No pudo con su deuda ni con su alma.

Trump va más allá: pretende reformular el Acuerdo de Libre Comercio con México y Canadá (Nafta, en inglés), algo que hiere la sensibilidad de Hillary. Lo firmó su marido en los noventa, cuando la globalización prometía desde el fin de la historia y de las ideologías hasta la solución de todos los males contemporáneos y futuros. En la campaña, Trump y Hillary apuntan a ese electorado blanco de clase media que, en su momento, accedió al crédito fácil y luego padeció la acumulación de las deudas hipotecarias. Superada la crisis global de 2008, los salarios continuaron estancados.

En el Brexit, alentado por una clase trabajadora extenuada por las estrecheces, también prevaleció el error del sistema o, en otros términos, de la globalización, traducido en una suerte de revuelta popular por la reafirmación de la identidad nacional, la demanda de mayores controles contra la corrupción, el rechazo a los partidos moderados y el mosqueo contra elites que representan el uno por ciento de la población y atesoran el 99 por ciento del patrimonio. ¿Qué pasaría si Trump gana las elecciones? Que Dios nos pille confesados.

Jorge Elías

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