Nuevo mundo, viejos hábitos




La impacable sombra del Estado Islámico
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La caída del precio del petróleo y de las materias primas coincide con vertiginosos movimientos geopolíticos en un mundo signado por la desesperación de los refugiados

Por Jorge Elías

RIAD, Arabia Saudita.– En la IV Cumbre América del Sur-Países Árabes (ASPA), celebrada en este oasis en el desierto en noviembre de 2015, confluyeron dos realidades distantes y diferentes, aunque rigurosamente emparentadas: el parón económico sudamericano, con materias primas a precios en picada y escasas perspectivas de crecimiento, y el enfriamiento de las economías petroleras, desalentadas por la depreciación de su principal fuente de recursos. La caída del precio del barril, de más de 100 dólares en 2014 a menos de 40 en 2015, provoca grandes movimientos en el tablero geopolítico del planeta y supone, a su vez, una fenomenal transición en el modelo económico.

El precio no se recuperará hasta 2020, según la Agencia Internacional de la Energía (AIE). Entre 2005 y 2014, con el crudo en alza, la riqueza se trasladó a Estados poco democráticos como los de Medio Oriente, donde no por casualidad estalló la Primavera Árabe en 2011. Las revueltas, con excepción de las iniciales en Túnez, derivaron en dilemas irresueltos, como las guerras en Siria y en Yemen; la partición del poder de Libia en dos gobiernos, y el retorno al autoritarismo en Egipto. En América latina, más allá de la bonanza de la última década, empeoró la calidad democrática y la aprobación de los gobiernos cayó al ritmo de las materias primas: del 60 por ciento en 2009 al 47 por ciento en 2015, observa Latinobarómetro.

Quizá se trate de una profecía cumplida. En 2007, cuando por primera vez en la historia comenzó a vivir más gente en la ciudad que en el campo, el gobierno británico avisó que la clase media iba a sustituir al proletariado en la visión clásica de Marx e iba a promover una revolución. Al año siguiente, tras el colapso de la burbuja inmobiliaria de los Estados Unidos, estalló la crisis global. En Islandia nació el 11 de octubre de 2008 el movimiento Voces del Pueblo, imitado por los indignados españoles el 15 de mayo de 2011 y por los norteamericanos poco después. En unos meses, el Parlamento islandés debió ser disuelto. Hubo elecciones generales. En un referéndum, los islandeses resolvieron no pagar su deuda externa.

En un país remoto de 330.000 habitantes, menos impactante que España, había comenzado la revolución de la clase media, replicada con fortuna esquiva durante la Primavera Árabe. Primó el rechazo a la inequidad y la corrupción. A finales de 2015, el uno por ciento de la población mundial posee tanto dinero líquido o invertido como el 99 por ciento restante. La brecha, lejos de suturarse, ha crecido. ¿Por qué preferimos la desigualdad, aunque digamos lo contrario?, se pregunta en el libro homónimo el sociólogo francés François Dubet. “En varios países de Europa, entre ellos Francia, la desconfianza se convierte en la regla –dice–. Se vota poco, y se vota en contra. Apenas se cree en la política y en las instituciones”.

En la política y en las instituciones no se cree mucho en América latina, donde también se vota en contra y, acaso por eso, entusiasman más los epílogos que los prólogos. El epílogo de la dictadura de los Castro en Cuba. El epílogo del chavismo en Venezuela. El epílogo de la corrupción en Brasil, así como en Guatemala. El epílogo de la preeminencia del Partido Colorado en Asunción y en otras ciudades de Paraguay. Fuera de la región, en Canadá, un cambio de otro signo selló los 12 años de la hegemonía conservadora del primer ministro Stephen Harper. Doce años, también, duró el gobierno conyugal de los Kirchner en Argentina, cuyo epílogo marca el prólogo de la presidencia de Mauricio Macri.

En un mundo cambiante en el cual China se empeña en fijar el rumbo del comercio, dominado hasta ahora por las economías industrializadas, un país periférico como Argentina puede optar entre aislarse, privilegiando el consumo interno, o integrarse, abriéndose al abanico de oportunidades que ofrecen las alianzas de complementación. La pertenencia a bloques como el Mercosur, la Celac y la Unasur, entre otros, da crédito, pero no fomenta por sí misma la combinación con otras expresiones, como la Alianza del Pacífico. Los más dinámicos en acuerdos de libre comercio son los países asiáticos, no atados a las negociaciones de la Organización Mundial de Comercio (OMC) ni a los reparos ideológicos.

La caída del precio de las materias primas se debe, en parte, al frenazo del crecimiento económico de China. Lo señala el Fondo Monetario Internacional (FMI) en sus previsiones para 2016. Desde abril de 2011, los precios bajaron más de un 40 por ciento. Esta situación beneficia a los países importadores, pero debilita las perspectivas de crecimiento de los exportadores, como Argentina y Brasil. Los países son como las personas: necesitan una visión pragmática. Desde 2001, la clase media latinoamericana se ha duplicado, según el Banco Mundial. Ese nuevo estrato de 200 millones de personas, que salió de la pobreza, demanda gobiernos menos dogmáticos y más eficientes.

Ganadores y perdedores

En los países productores de crudo, la baja del precio concuerda con el aumento de la tensión social. Venezuela depende de las exportaciones para comprar alimentos, medicinas y productos básicos. En Ecuador, las utilidades se han desplomado a casi la mitad en un año. En Rusia, el valor de la moneda tambalea. En Irak, bajo el yugo del grupo radical Estado Islámico (EI), la economía lejos está de recomponerse. Nigeria, también productor de petróleo y también en apuros, lidia con una filial del EI, Boko Haram. Hasta los países ricos del Golfo Pérsico acusan el golpe: las cuentas de Kuwait, Omán y Bahréin están en rojo por primera vez en dos décadas. El primer productor mundial de crudo, Arabia Saudita, recurre a sus reservas para paliar pérdidas del orden del 20 por ciento del Producto Bruto Interno.

La redistribución de los beneficios entre los países productores e importadores de petróleo implica una fenomenal volatilidad geopolítica por la cual pierden los vendedores, con presupuestos atados a mayores ingresos, y ganan los compradores, bendecidos por la depreciación. Las grandes compañías del sector han recortado en 2015 cerca de 100.000 puestos de trabajo, sobre todo en las áreas de exploración, servicios y administración. Se trata de un traslado de poder de los países productores a los consumidores, acaso una crisis de magnitud como la de 1973.

Ese año, la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo, integrada por la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), Egipto, Siria, Túnez e Irán, dejaron de venderles crudo a los países que habían apoyado a Israel durante la guerra contra Egipto y Siria, llamada de Yom Kipur. La guerra fue declarada por esos países para recuperar el Sinaí y los Altos del Golán. Entre los aliados de Israel, los Estados Unidos y Europa occidental se vieron afectados por el aumento del precio del barril.

Refugiados en el Líbano: no sólo huyen de Siria, sino también de Afganistán, Irak, Gaza, Eritrea, Yemen e incluso Haití.
Refugiados sirios en el Líbano

Esta vez, con el efecto inverso del abaratamiento, la primera víctima ha sido la OPEP, entre la espada y la pared en la guerra que libran los Estados Unidos y Arabia Saudita, de un lado, y Rusia e Irán, del otro. En vísperas de las presidenciales de 2016 en los Estados Unidos, el presidente a plazo fijo Barack Obama ha declarado la independencia energética de su país. Está en vías de alcanzarla: obtiene con el fracking (fractura hidráulica), denostado por su huella en el ambiente, algo así como 15 trenes de 100 vagones cada uno llenos de petróleo por día. Eso le permite regular la producción según los precios. Era el papel que desempeñaban antes los sauditas

Arabia Saudita, con las mayores reservas de petróleo convencional y las terceras de divisas del mundo, sabe que el tiempo juega a su favor, al igual que sus vecinos Kuwait, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos. En el ínterin procura esmerilar a Irán y al EI, cuyos recursos provienen de los pozos en su poder en los países que ocupa. Liberado en 2015 de las sanciones por el programa nuclear, Irán no puede desarrollar de inmediato sus recursos. Ese país, con las segundas reservas de petróleo convencional del planeta, al igual que Argelia, Venezuela y Nigeria, apenas se sostiene con un barril a menos de 40 dólares. Necesita que el precio se triplique para mantener la estabilidad interna y equilibrar sus cuentas.

El correlato político es inevitable. Venezuela, cuyo petróleo pesado ha sido desplazado por el liviano de los Estados Unidos, busca aire en la demanda de Asia y en el intercambio con China. Petrocaribe, la liga política creada por Hugo Chávez para venderles crudo a precio preferencial a los países del Caribe a cambio de su lealtad en los foros internacionales, ha perdido peso. La República Dominicana recompró a mitad de precio su deuda con Venezuela. Eso da una pauta del desgaste del gobierno de Nicolás Maduro, cuyo puntal, Cuba, recompuso las relaciones bilaterales con su principal adversario, los Estados Unidos, sin pedirle opinión ni temer represalias.

En Irak y en Libia, los gobiernos no controlan los recursos. En Nigeria, la violencia desplegada por Boko Haram cerca toda posibilidad de progreso. Fuera de la OPEP, Rusia, amonestada por su incursión en Ucrania, involucrada en los bombardeos contra el EI en Siria y zigzagueante en su tensa relación con Turquía, cree que Europa y China, a veces socio, a veces rival, se aprovechan de sus dificultades económicas. En una guerra dentro de la guerra no hay códigos, sino intereses. Los mismos que priman entre los países, más allá de las coincidencias ideológicas o de los afectos personales. Ninguna bonanza es eterna.

La ruleta rusa

Tarde o temprano, Rusia iba a intervenir en la guerra de Siria. No por amor, sino por temor. El temor de perder el puerto de Tartus, su único acceso al mar Mediterráneo. Con el aumento de su dotación en esa base naval y de la participación militar, el presidente Vladimir Putin exhibe su músculo frente a Occidente, horrorizado por la expansión del EI en Siria y en Irak y por la crisis de los refugiados. También procura apaciguar las iras contra su par sirio, Bashar al Assad, impasible frente a la muerte de 250.000 personas y la propagación de millones de refugiados y de desplazados desde 2011.

En Siria, tanto Rusia y el régimen de Assad como la alianza liderada por los Estados Unidos luchan contra el EI, pero no actúan como aliados ni en forma coordinada. Rusia, a diferencia de la coalición occidental, incluye en sus ataques al Frente Al Nusra, afiliado a Al-Qaeda y divorciado del EI. Es una proxy war (guerra por delegación). Siria recibe ayuda de Irán y de los milicianos chiitas de Hezbollah, del Líbano, lo cual complica la estrategia de salida, sobre todo en momentos en que Israel, socio de los Estados Unidos más allá de los roces entre Obama y el primer ministro Benjamin Netanyahu, está al borde de una nueva intifada (sublevación palestina).

¿Es Assad parte del problema, como señala Obama, o de la solución, como señala Putin? Después de los Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Francia, Australia, Turquía, Israel, los Emiratos Árabes Unidos y Jordania, Rusia ha sido el décimo país en bombardear Siria en 2015. La relación de Putin con Occidente dista de ser buena desde que estalló la crisis de Ucrania. Si bien cree que puede mejorarla con la intervención militar en Siria, no comulga con la caída de Assad y una virtual transición política. Eso alimentaría el anhelo occidental de apropiarse del petróleo y podría contagiar a otros países, incluidas las repúblicas rusas del Cáucaso.

Arabia Saudita y las petromonarquías del Golfo están comprometidos con los Estados Unidos en Yemen en la guerra contra las milicias hutíes, respaldadas por Irán. En Siria, Assad intenta recuperar con el apoyo aéreo de Rusia las provincias ocupadas por los insurgentes, entre los cuales se encuentra el Ejército Libre Sirio, afín a los Estados Unidos. De ese tenor son las líneas que se cruzan en el polvorín en el que, con rémoras de la Guerra Fría, se ha convertido la región más explosiva e inestable del planeta, Medio Oriente, también afectada por otra caída que tiene más valor que precio: la del grado de afección política de la sociedad.

En 2015, entre 700.000 y un millón de personas arribaron a Europa a un ritmo frenético de 10.000 por día. Varios perecieron en el camino. Entre ellos, niños. Entre refugiados (los que emigran) y desplazados (los que permanecen en sus países), 60 millones de personas han abandonado sus hogares. Es una cifra pavorosa e histórica. No sólo huyen de Siria, sino también de Afganistán, Irak, Gaza, Eritrea, Yemen e incluso Haití. La Comisión Europea estima que serán 1,5 millones en 2016 y tres millones en 2017. En Turquía, con 2,2 millones de refugiados, 400.000 de los 708.000 niños sirios no van al colegio por la escasez de recursos.

Brasil, Argentina y Uruguay disponen de legislación para acoger refugiados. Otros países de la región, como Ecuador, Costa Rica, Chile y Perú, también les han abierto sus puertas. Uruguay resultó ser el pionero en albergar a familias sirias, luego disconformes con el trato, y prisioneros de Guantánamo. En principio, los refugiados prefieren quedarse cerca, en el Líbano, Jordania y Turquía (todos agobiados por la falta de dinero), o probar suerte en Europa a pesar de los peligros de la travesía y de la hostilidad en algunos países.

En las primeras elecciones regionales después de los atentados del 13 de noviembre de 2015 en París, Marine Le Pen llevó al ultraderechista Frente Nacional a las cotas más altas de su historia. En Europa, políticos como Le Pen y su padre, Geert Wilders en Holanda, Matteo Salvini de Italia y Milos Zeman en la República Checa, así como el partido UKIP en Gran Bretaña, aprovechan la crisis de los refugiados para sembrar miedos. ¿Por qué los países petroleros de la península Arábiga donan fondos en lugar de abrir sus fronteras a los refugiados, aunque digan que han recibido miles? Ninguno ha firmado la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951.

Casi cinco años después de la Primavera Árabe, otro rasgo une a los países árabes con los sudamericanos: apenas un 38 por ciento de los jóvenes de 18 a 24 años de Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Qatar, Omán, Bahréin, Egipto, Irak, Jordania, el Líbano, Libia, Palestina, Túnez, Marruecos, Argelia y Yemen confía en la democracia como sistema de gobierno, según la consultora ASDA’A Burson-Marsteller. Eran casi el doble en 2012. Tres de cada cuatro se sienten amenazados por el EI. Algunos más, el 81 por ciento, procuran zafar de otra odisea contemporánea: el desempleo, traducido en desaliento y abonado por la violencia y la corrupción. Un drama que tampoco respeta fronteras.

Publicado en DEF, Buenos Aires Nuevo mundo, viejos hábitos

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