Siria esquina Irak




La guerra sin fin
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La Primavera Árabe, basada originalmente en ideales seculares, ha hecho resurgir en ambos países una guerra étnica y religiosa de raíces ancestrales capaz de fragmentarlos

Lo llamó “perro” y, como un lanzador de las Grandes Ligas de Béisbol, probó puntería dos veces. No le arrojó pelotas, sino zapatos. George W. Bush, de rápidos reflejos, esquivó ambos tiros. Era su última visita a Bagdad, en diciembre de 2008. A su lado, el primer ministro de Irak, Nuri al Maliki, apenas atinó a alzar el brazo derecho para detener el segundo disparo. Falló. El agresor, Muntadar al Zeidi, reportero del canal satelital Al Baghdadia, estuvo preso durante nueve meses por haber proferido los peores insultos árabes contra el presidente de los Estados Unidos: llamarlo “perro” y arrojarle sus zapatos.

Zeidi le había perdido el miedo a la autoridad, algo inusual entre los suyos. Un par de años después, en diciembre de 2010, una actitud similar, aunque más drástica por tratarse de la inmolación de un muchacho tunecino, iba a encender la mecha de las revueltas árabes. El retiro de las tropas norteamericanas de Irak, ordenado por Barack Obama, no iba a aplacar la ira. En ocho años, el conflicto había costado miles de vidas y millones de dólares. En la región iban a caer déspotas antes apañados por los gobiernos occidentales, como Zine al Abidine Ben Alí en Túnez, Hosni Mubarak en Egipto y Muamar el Gadafi en Libia, pero, a su vez, renacían odios ancestrales, encarnados en la etnia y la religión.

Los árabes dieron un paso adelante y dos atrás. Tras décadas de sometimiento, la reacción de la gente durante la primavera árabe recreó aquello que todo régimen de fuerza detesta: la política. Las autocracias, sin distinción entre dictaduras y monarquías, aplican leyes de emergencia para violar los derechos humanos y restringir las libertades con la excusa de preservar el orden. Osama bin Laden y su ladero, Ayman al Zawahiri, quisieron volver a los califatos. A juicio de Al Qaeda, los gobiernos constitucionales y las monarquías islámicas son inaceptables. La democracia atenta contra el Corán. Ninguna autoridad está por encima de Alá y de su profeta, Mahoma.

La muerte de Mahoma, en el año 632 de la era cristiana, acentuó las diferencias. Los musulmanes se dividieron en una mayoría sunita y una minoría chiita. Los sunitas, vencedores en la disputa por el califato en el siglo VII, creen en Mahoma, pero están divididos entre los salafistas apolíticos (defensores a ultranza de la religiosidad) y los partidarios de la jihad (guerra santa), como Bin Laden y compañía. Los chiitas, que representan el 10 por ciento de los 1.300 millones de musulmanes, derivan de la expresión shiat Alí (los partidarios de Alí), primo y yerno de Mahoma. Creen en el linaje a partir de la descendencia de Fátima, la hija de Mahoma.

Son mayoría en Irak; Saddam Hussein pertenecía a la minoría sunita. En lugar de integrarla, el primer ministro Maliki, chiita, libra ahora una feroz batalla contra ella. Es terreno fértil para Al-Qaeda. En Siria, la otra cara de la misma guerra, la mayoría sunita convive con una minoría cristiana y otra alauita, a la cual pertenece el presidente Bashar al Assad. Esa rama no acata preceptos básicos del islam como las cinco plegarias diarias, el ayuno del Ramadán y la peregrinación al menos una vez en la vida a La Meca. Los kurdos, otra minoría étnica, han tomado parte del país. El caos también es terreno fértil para Al-Qaeda.

El drama sirio, contagiado al Líbano, influye en forma decisiva en Irak. Y viceversa. Assad y el difunto Hussein, además de haber usado en forma despiadada armas químicas contra sus pueblos, tienen un rasgo en común: la filiación al Partido Baath Árabe Socialista, fundado en 1947 como una alternativa nacionalista árabe, laica y radical socialista, y separado en 1966 en una rama siria y otra iraquí que no comulgan entre sí. Ambos países corren el riesgo de fragmentarse. Al-Qaeda reclama el control de Fallujah. En esa ciudad iraquí, las tropas norteamericanas libraron en 2004 su batalla más sangrienta desde la guerra de Vietnam.

En el medio está Israel, acosado por Irán, país persa, no árabe, cuya relación con los Estados Unidos ha sido tan tensa como virulenta desde 1979. En ese momento estalló la revolución de los ayatollah, empezando por Khomeini. Irán tomó como rehenes a 66 diplomáticos y ciudadanos norteamericanos durante 444 días. Los Estados Unidos rompieron con Irán, líder de los musulmanes chiitas; Arabia Saudita, líder de los musulmanes sunitas, pasó a ser su aliado más confiable en la región. La Casa de Saud, que reina en Arabia Saudita desde 1932, apoyó a Irak durante la guerra contra Irán, entre 1980 y 1988. Apuesta ahora por la caída de Assad en Siria.

Irán es el único Estado islámico establecido gracias a una revolución. Hezbollah, su aliado paramilitar libanés, respalda a Assad, al igual la Rusia de Vladimir Putin. En 2013, el presidente de Irán, Hassan Rouhani, insinuó que el diálogo iba a sacar a su país del aislamiento y la confrontación, profundizados por las discrepancias originadas por el programa nuclear desarrollado por su antecesor, Mahmoud Ahmadinejad. La situación económica, con un alarmante aumento del desempleo y la inflación, tiende a empeorar. Los mismo ocurre en sus vecinos árabes, expectantes del desenlace en Irak y Siria, y los zapatos que arroja la gente contra la impotencia.



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