Los indignados de América del Sur




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En junio, “o gigante acordou” (el gigante despertó). Ese lema, difundido a la velocidad de la luz por las redes sociales, llevó a miles de personas a tapizar de pancartas las principales ciudades de Brasil en protesta contra una suba de 20 centavos en el costo del transporte público, finalmente abortada. “It’s not 20 cents” (no son 20 centavos), replicaron después en inglés. Y continuaron marchando, ahora contra la corrupción política con consignas similares a las lanzadas desde 2011 por los indignados españoles, griegos y norteamericanos en medio del fulgor de la primavera árabe. Habían sido estrenadas tres años antes en la remota y convulsionada Islandia.

De haber sido sólo por los 20 centavos, los brasileños más pobres habrían ganado la calle. No fueron ellos, sino los ricos y la clase media, según un revelador sondeo del Instituto Datafolha, más allá de que haya habido destrozos, saqueos, trifulcas y detenidos. En Brasil, cuya desigualdad social se ha reducido en la última década, el 10 por ciento más rico acapara el 42 por ciento de la renta nacional, según datos gubernamentales. La preocupación de los sectores más postergados se centra en la mejora de los servicios públicos, como el transporte, la salud, la vivienda y la educación, no en demandar calidad democrática.

El quiebre social, en coincidencia con la visita del papa Francisco y en vísperas del Mundial de Fútbol 2014, no guarda relación con las buenas calificaciones económicas de Brasil, bendecido por el mejor clima de negocios, además del meteorológico, en América latina. Otro tanto ocurre en Chile, donde las movilizaciones iniciadas en 2011 en reclamo de reformas del sistema educativo han deparado agitación y, como valor agregado, la elección de cuatro dirigentes estudiantiles emblemáticos como diputados. Es otro ejemplo de la irrupción de un movimiento de indignados que, en realidad, quiso tener voz y voto frente a la indiferencia de los partidos políticos.

Eso tampoco es nuevo. En 1975, Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki percibieron una grieta creciente entre las demandas sociales de la ciudadanía y la cerrazón de los gobiernos. Lo dejaron escrito en un informe para la Comisión Trilateral, creada por David Rockefeller para analizar aquello que ocurría en los Estados Unidos, Europa y Japón. Un cuarto de siglo después, en 2000, otro informe confirmaba la escasa confianza en las instituciones y los políticos, traducida en una desvinculación cada vez más profunda entre los ciudadanos y sus representantes.

En Perú, otro país sudamericano de impecables notas macroeconómicas, la efervescencia se desató por la nominación de jueces cuestionados para el Tribunal Constitucional y del defensor del pueblo, finalmente abortada como el aumento del costo del transporte público en Brasil. En esos países, así como en Chile, los jóvenes de clase media han impulsado y capitalizado las protestas con un mensaje parecido, en el fondo, al de los indignados españoles: “No hay pan (dinero) para tanto chorizo (ladrón)”.

En ambas orillas del Atlántico, excepto en Chile, los partidos políticos no han estado a la altura de las circunstancias. No han podido demostrarles a los indignados que la democracia debe ser perturbadora, como decía Martin Luther King Jr., y no debe reducirse a elecciones periódicas. Detrás de las explosiones de ira contenida, tildadas a la ligera de revoluciones, persisten las promesas incumplidas de los políticos en campaña.

En Brasil, acaso el país más acuciado por su enorme brecha social, no había concentraciones tan multitudinarias desde los tiempos de la dictadura militar, en los años setenta. Sólo la Iglesia Evangélica y los homosexuales podían ganar la calle en forma masiva, sin contar los festejos por las victorias del seleccionado de fútbol y, desde luego, los carnavales. Con la revuelta pacífica contra la injustica, exaltada por el fallecido diplomático francés Stéphane Hessel, fuente de inspiración de los indignados españoles, sus pares sudamericanos hacen catarsis en espera de otra consigna islandesa: menos Estado, más sociedad donde, en apariencia, mejor dan los números.



2 Comments

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