Felicidad por decreto




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Tres siglos antes de Cristo, Aristóteles, discípulo de Platón y maestro de Alejandro, decía que el fin de la polis era “la felicidad de los ciudadanos” y que, para alcanzarla, podían valerse de “las distintas formas de organización política”. Tanto la Declaración de Independencia de los Estados Unidos como las constituciones de Japón, Corea del Sur y Brasil consagran el derecho a “la búsqueda de la felicidad” como una meta, no como una obligación. Es un anhelo individual, no colectivo, también contemplado en la Constitución española de 1812, llamada La Pepa, como “objeto del Gobierno”.

Era un anhelo individual, en realidad. Excepto el escritor británico George Orwell con los ministerios del Amor, de la Paz, de la Abundancia y de la Verdad, plasmados en la novela 1984, ni el remoto reino budista de Bután, el único que mide la felicidad interna bruta en lugar del producto bruto interno, se ha atrevido a tanto como el gobierno de Venezuela. El presidente Nicolás Maduro ha creado el Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo, encargado de coordinar los programas sociales llamados misiones que atienden las necesidades de los menos favorecidos.

Lejos están los pitiyanquis, majunches, apátridas, escuálidos, oligarcas de pacotilla, sinvergüenzas, fascistas, putrefactos y arrastrados de Venezuela, como llamaba cálidamente a sus detractores el extinto Hugo Chávez, de entender el significado del término felicidad y el afán de incorporarlo al léxico burocrático. Felicidad es sinónimo de dicha; dicha proviene del verbo decir. Los romanos sostenían que la felicidad dependía de las palabras que pronunciaban los dioses cada vez que nacía una criatura. El hado (destino) quedaba trazado en la dicta (lo dicho); hado proviene de fatum, participio pasivo de fari (hablar, decir).

Hasta el siglo XVIII, la gente creía que era real el bíblico Jardín del Edén. En los mapas figura en la confluencia de los ríos Tigris y Éufrates, donde queda un país de sonrisa difícil: Irak.  El escritor James Hilton inventó un edén en el cual la dicha parecía asegurada: Shangri-La. Lo ubicó, en su novela Horizontes perdidos, en un valle del Himalaya. En ese sitio, entre la India y China, se encuentra Bután, territorio del tamaño de Suiza que ha vivido aislado durante más de un milenio y que, por cuestiones estratégicas, exalta la medición de la felicidad como su marca país para atraer curiosos.

Estuvo allí el periodista norteamericano Eric Weiner, nacido en 1963, el Año de la Casa del Sol Sonriente, durante una recorrida por los 10 países que se jactan de ser los más felices del planeta, incluido el suyo. Se preguntaba si existía algo parecido a Shangri-La o las Islas Afortunadas, imaginadas por Platón. No halló respuesta, concluye en su libro La geografía de la felicidad. Lógico: le faltó ir a Venezuela, bendecido por los índices de The Earth Institute, de la Universidad de Columbia, con la venia de las Naciones Unidas.

En el último índice, encabezado por Dinamarca, Noruega y Suiza, Venezuela ocupa el vigésimo lugar. Si una nación signada por una profunda polarización política, altas tasas de inseguridad y severos problemas económicos, ha hallado la fórmula para escalar en la lista de los más felices del mundo gracias al bienestar de sus habitantes, la esperanza de vida al nacer y la huella ecológica, los tres factores medidos, ¿qué esperan los demás presidentes para decretar como Maduro “la suprema felicidad social” con un viceministerio afín? Es tan incomprensible como el significado de demasiado y tarde, las palabras más tristes del idioma.



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