Sirios en América latina




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Mientras Barack Obama y una veintena de aliados insisten en cocinar a fuego lento una represalia contra el régimen de Bashar al Assad por la fundada sospecha de que haya usado armas químicas contra civiles, los gobiernos de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) abogan por una solución política. Más allá de la recurrente retórica antinorteamericana de algunos de ellos, han dejado dicho que una acción militar contra Siria puede desencadenar un conflicto regional de gran magnitud. Del continente americano sólo Honduras ha instado con los Estados Unidos, España y otros a una “fuerte respuesta internacional” sin mencionar en forma concreta un virtual ataque.

La guerra civil siria, desatada en la primavera boreal de 2011, ha empujado a más de dos millones de personas a buscar refugio en otras latitudes. El 97 por ciento ha sido acogido en países cercanos como Irak, Jordania, el Líbano y Turquía, pero algunos han comenzado a recurrir a sus familiares en América latina. El flujo ha crecido ante la posibilidad de que la coalición armada por Obama y compañía cumpla con su amenaza de bombardear el territorio sirio. Eso se nota en Brasil, Colombia, Venezuela y la Argentina, donde ha sido aceptada la mayoría de las peticiones de asilo.

En algunos casos, los sirios han empezado a tomar clases del idioma correspondiente, a hacer terapia para superar el trauma y a buscar trabajo. En Brasil, donde la comunidad siria ronda los tres millones de personas, muchos han ido a San Pablo. Varias organizaciones no gubernamentales colaboran en el afán de una rápida adaptación de esos parientes lejanos que, sin haber tomado partido por el régimen vitalicio de los Al Assad o por la errática Coalición Nacional de Fuerzas de la Oposición y la Revolución Siria, han logrado zafar del horror con lo puesto. Más de 100.000 muertos se ha cobrado la guerra civil en poco más de dos años.

Los primeros inmigrantes árabes en América latina provienen de las provincias del Imperio Otomano. En particular, de Bilad al-Sham (la Gran Siria). De ahí que se los llamara turcos sin reparar en su origen. Eran campesinos, pero, como la actividad rural no estaba bien remunerada, se dedicaron al mercado textil. Los turcos, como se los tildaba a secas con ánimo peyorativo, competían con los comerciantes locales. Hubo tres grandes oleadas: desde finales del siglo XIX hasta principios del XX; en entreguerras, y hasta los años sesenta. Por ser, en general, cristianos, pertenecían a minoría perseguida por sus privilegios educativos en desmedro de los musulmanes.

Eran varones, jóvenes y solteros o, como mi abuelo, casados en plan de fuga. Aquel libanés no contaba con la astucia de su esposa siria, Isabel Diffe, capaz de recorrer medio mundo con su hija de cinco años a pesar de ser analfabeta. Nadie sabe cómo lo encontró en un pueblito de la provincia argentina de Santa Fe, San Eduardo. Tuvieron ocho hijos más. Entre ellos, mi padre, el último. Ha sido uno de los 18 millones de latinoamericanos de origen árabe. Con menos notoriedad y fortuna que Shakira, Salma Hayek y Carlos Slim, quizás, mientras hoy la historia se repite por circunstancias también dolorosas.



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