EE.UU. y Venezuela, siempre al límite




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En la campaña, Nicolás Maduro no se apartó un ápice del discurso de su mentor contra los Estados Unidos. Era natural, en términos políticos, que el presidente encargado respondiera de ese modo a las expectativas de la clientela electoral que heredó. La cuerda bilateral, siempre tirante, se tensó aún más cinco días antes del anuncio de la muerte de Hugo Chávez: el 5 de marzo, Venezuela expulsó a dos miembros de la agregaduría aérea de la embajada norteamericana por «proponer proyectos desestabilizadores» a los militares venezolanos. En reciprocidad, el gobierno de Barack Obama despachó de Washington a dos diplomáticos venezolanos.

La retórica incendiaria del chavismo nunca afectó su mayor fuente de ingresos: la venta de petróleo a los Estados Unidos, pagada en dólares a precio de mercado. Si bien hubo un ligero descenso en las importaciones en 2012, Venezuela es su tercer proveedor, después de Canadá y Arabia Saudita, con 32 millones de barriles mensuales. Más de un millón por día, digamos. La relación diplomática, reducida a encargados de negocios en 2010, reparada tímidamente el año pasado y rota de nuevo este año, preocupa al Departamento de Estado por otra cuestión: la falta de coordinación en la lucha contra el narcotráfico.

Desde 2002, cuando Chávez acusó a George W. Bush de haber estado implicado en el golpe por el cual estuvo 47 horas fuera del Palacio de Miraflores, la relación bilateral ha sido difícil. Con Obama en la Casa Blanca pareció reencausarse, pero Chávez no tuvo mejor idea que insistir en humillarlo con el reparto de combustible para la calefacción de la población necesitada de Nueva York. Lo hizo como en los años anteriores por medio de la compañía Citgo, filial en los Estados Unidos de Petróleos de Venezuela (Pdvsa). Tras el paso implacable del huracán Katrina, frente a la carestía de la gasolina, esa ayuda había sido bien vista por senadores demócratas.

Era una afrenta contra Bush que siguió con Obama. ¿Qué cambiará con Maduro, legitimado como presidente? Con la venia de Chávez, el ahora presidente electo, antes vicepresidente y canciller, retomó el diálogo con el Departamento de Estado el 21 de noviembre de 2012. Estaba congelado desde 2010. Dos años antes, en respuesta a la expulsión del embajador de Bolivia en Washington, Chávez había echado al embajador norteamericano en Venezuela, Patrick Duddy, con finas palabras: “Tiene 72 horas, el embajador yanqui, para salir de Venezuela. ¡Váyanse al carajo, yanquis de mierda!”. En 2009, Duddy retornó el cargo hasta su retiro, al año siguiente.

La escalada de las acusaciones siempre estuvo dirigida contra las presuntas injerencias norteamericanas en Venezuela. Chávez llegó a temer que el cáncer que padecía, en coincidencia con los superados por Luiz Inacio Lula da Silva, Dilma Rousseff y Fernando Lugo, era algo así como una epidemia inoculada por los Estados Unidos en la región. Maduro se hizo eco de esa sospecha, descartada por especialistas, y después reveló un intento de desestabilización de Venezuela, también orquestado por los Estados Unidos. No pasó a mayores, pero llevó al Departamento de Estado a rechazar esa denuncia.

La última injerencia de los Estados Unidos, según el canciller Elías Jaua, provino de la subsecretaria adjunta para América Latina del Departamento de Estado, Roberta Jacobson, por pedir que las últimas presidenciales fueran “abiertas, justas y transparentes”. Eso lo llevó a decir que su gobierno “no tiene ningún interés en normalizar las relaciones con los Estados Unidos”. Poco antes, había insinuado que existía el propósito de matar a Henrique Capriles, el candidato opositor, para “injertar la violencia en Venezuela y promover posteriormente una intervención extranjera como hicieron en Libia”. Maduro también convalidó esa hipótesis.

¿Cómo sigue la película? En principio, más allá de los intentos de Chávez de entrometerse en los Estados Unidos con su ayuda a los pobres, el chavismo ha demostrado ser venezolano de cabo a rabo. No se trata de un modelo de exportación. Ni sus socios más cercanos, beneficiados por el petróleo subsidiado, han adoptado como guía a la revolución bolivariana o el socialismo del siglo XXI. Lo elogian y sacan provecho de él, pero no lo imitan. Entonces, centrado en Venezuela, ¿podrá Maduro capitalizar una victoria electoral como una victoria política? Esa es la cuestión.

Lo comercial corre por cuerda separada. Si 123 compañías de Corea del Sur dan empleo a 54.000 norcoreanos en el complejo de Kaesong, abierto en 2004 durante la época de reconciliación que las dos Coreas vivieron a principios de 2000, Venezuela bien puede continuar vendiéndoles petróleo a los Estados Unidos sin temer represalias por los desencuentros políticos. Las dos Coreas, a diferencia de Caracas y Washington, se hallan en “estado de guerra” desde la división, en 1953. La guerra terminó con un armisticio, no con un tratado de paz. Lo mismo ocurre en otros confines. La cuerda se tensa, pero, por interés mutuo, resiste y no se rompe. Jamás.



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