El chavismo sin Chávez




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La multitud que asiste al funeral de Hugo Chávez llora de verdad. Fue la primera vez que un presidente de Venezuela atendió los reclamos de la mayoría, gente sin voz ni voto. Los beneficiarios de las misiones bolivarianas (programas sociales) no sólo recibieron atenciones, sino, también, respeto. Mejoraron sus vidas. Se sienten parte de un país que antes parecía pertenecer a unos pocos. Contra eso no hay promesa electoral que valga, más allá de que se hayan debilitado las instituciones y descalabrado la economía por la impronta personal de las decisiones adoptadas por el gobierno en los últimos 14 años.

No es el único problema tras la muerte de Chávez. Muchos dirán que, con los precios del petróleo en alza, hizo menos de lo que pudo para resolver problemas acuciantes, como la inflación, la escasez de productos y la inseguridad. Otros replicarán que, en realidad, hizo más por el pueblo que sus antecesores, también bendecidos por la bonanza. Ambos tendrán razón. O, de no atenuarse los rencores en un país dividido entre leales y traidores, se engañarán a sí mismos sin mentir, destacando lo malo o lo bueno sin hallar un punto de concordia. El término medio. Un gris que matice tanta foto en blanco y negro, o en blanco o negro.

En menos desigualdad y más justicia social se basó desde sus comienzos el chavismo, de dudoso apego a la división de poderes. Es parecido al primer peronismo en la Argentina, salvando las distancias y el contexto. El peronismo, también marcado por el liderazgo de su líder, perduró después de la muerte de Perón, en 1975, durante su tercera presidencia. El chavismo, en un país radicalmente diferente por su dependencia del petróleo, logró reducir la pobreza de un 50 por ciento en 2000 a un 32 por ciento en 2010. La compañía estatal petrolera Pdvsa pagó con creces no sólo por el costo interno de la gestión.

De estar vivo, el ex presidente argentino Néstor Kirchner memoraría su primera reunión a solas con Chávez. Fue en 2003, un par de meses después de asumir su cargo, en un hotel de Asunción, Paraguay. Eran las dos y algo de la mañana. Me tocó ser testigo. Su impetuoso par de Venezuela, amante de esas excéntricas citas nocturnas, pareció pensar en voz alta: “¿Por qué tengo 14.000 gasolineras en los Estados Unidos y no en la Argentina?”. No era una pregunta, sino una propuesta tentadora para un mandatario primerizo con escaso caudal electoral y, tras la crisis argentina, menos margen de maniobra.

Chávez había sofocado el año anterior un conato de golpe de Estado. Lo acusaba a George W. Bush de haberlo alentado. Buscaba aliados. Tenía petrodólares. En 2000 había firmado un acuerdo con Cuba: 53.000 barriles diarios a precios subsidiados, que ahora son 110.000, a cambio de médicos y expertos que colaboraran con los programas sociales en Venezuela. La mayoría de los presidentes de la región gozaba sus arengas contra los Estados Unidos, al cual nunca dejó de enviarle crudo, pero procuraba no imitarlo. Elogiaban la inclusión social en un país pobre en la superficie y rico en el subsuelo. Y no mucho más, excepto que necesitaran ayuda.

Luiz Inacio Lula da Silva, presidente de Brasil desde el primer día de 2003, disfrutaba las sobremesas con él y Kirchner. Le divertían los monólogos filosos de Chávez contra el imperialismo norteamericano y los medios de comunicación venezolanos, devenidos en algo así como un partido opositor. “Mucha gente dice que era un hombre polémico y era bueno que él fuera así, porque hacía que las reuniones de la Unasur y los encuentros en los que hemos participado fueran siempre muy intensos”, señala ahora Lula. Intensos y entretenidos, algo difícil de conseguir en las cumbres presidenciales.

“Vamos de cumbre en cumbre mientras nuestros pueblos van de abismo en abismo”, espetó Chávez en 2005. Luego contribuyó a crear la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), ambas con la iniciativa y el respaldo de Brasil, líder disimulado de la región desde que, en 1999, el entonces presidente Fernando Henrique Cardoso dividió el territorio entre América del Sur, con dominio propio, y el eje Puebla-Panamá, cedido a México.

Ni Lula ni Kirchner imitaron a Chávez. Mandatarios más cercanos y afines como Raúl Castro, Rafael Correa, Evo Morales y Daniel Ortega tampoco incorporaron su ideario como si se tratara de una fórmula infalible. Cada país prescribe su medicina. El chavismo, la revolución bolivariana, el socialismo del siglo XXI o como se llame es tan venezolano e irrepetible como su mentor. Las naciones petroleras, por el monopolio estatal de ese recurso, son más propensas que otras a fraguar ese tipo de líder. Como presidente, un ex militar caribeño, no uno del Cono Sur, podía ordenar en un acto público: “¡Exprópiese!” (tal compañía extranjera) o “Señor ministro de Defensa, muévame 10 batallones hacia la frontera con Colombia”.

En parte, las exequias dependen más de aquello que haya aprendido de sus errores la oposición que de los laderos del ex presidente, abocados a superar la orfandad y a preservar la divisa “roja, rojita” sobre la foto en blanco y negro, o en blanco o negro, de la sociedad venezolana. Esa polarización existía antes de Chávez, pero no había forma de canalizarla. No mienten aquellos que lo lloran. Tampoco hay petrodólares que paguen tanta lágrima.



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