Pan para hoy, dudas para mañana




Getting your Trinity Audio player ready...

El crecimiento de América Latina y el Caribe en la última década se tradujo en un descenso significativo de la marginalidad y en una virtual expansión de la clase media. Lo consignó el Banco Mundial en un informe reciente: la proporción de individuos que vive en la pobreza, alrededor de un 30 por ciento de la población, es casi igual a la de individuos de clase media. Esto, a su vez, se ve reflejado en el desempleo: en América del Sur, una de cada 20 personas no tiene trabajo; en Europa, más allá de casos críticos como España y Grecia, una de cada 10 atraviesa ese trance. ¿Es oportuno entonces brindar por el éxito de la región? Aún no.

La expansión del continente se acelerará este año en coincidencia la recesión en Europa y los Estados Unidos. No será por inversiones, sino por el comercio de materias primas y el aumento del consumo. ¿Es una fórmula sostenible? Esa es la cuestión. La devaluación del bolívar en Venezuela, tras dos años de tipo de cambio fijo, alivió las finanzas de la petrolera Pdvsa, pero también llevó a muchos a buscar dólares para no perder su poder adquisitivo. En la Argentina, el cepo cambiario recreó el mercado marginal de moneda extranjera: con una inflación anual del 24 por ciento, los bancos ofrecen un 15 por ciento de interés en los depósitos a plazo fijo.

Si bien la región alcanzó su mínimo histórico de desempleo, 6,4 por ciento, el promedio de informalidad es del 47 por ciento y, en algunos países, de hasta el 60 por ciento, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT). ¿Qué significa esto? Que, al margen de los anuncios halagüeños de determinados gobiernos, algo así como la mitad de la población padece precariedad laboral y falta de protección social. ¿Por qué? Porque, en un continente cuya actividad privada genera el 79 por ciento de los puestos de trabajo, 48 millones de los 59 millones de unidades productivas son, en realidad, emprendimientos unipersonales.

Es meritorio que existan como consecuencia de decisiones individuales. Es meritorio, sobre todo, por las enormes trabas que sufre en América latina y el Caribe aquel quiere iniciar un negocio: puede demorar hasta 71 días frente a los 12 estimados en los países de altos ingresos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), a la cual pertenecen México y Chile. Si de pagar impuestos se trata, según la OIT, las horas que se pierden son 497 y 186, en forma respectiva. Los países de la OCDE invierten seis veces más en investigaciones y registran 51 veces más patentes que los latinoamericanos y caribeños.

La crisis no perdona. El desempleo es del 10,5 por ciento en la Unión Europea y del 7,9 en los Estados Unidos frente al 6,1 por ciento en los países de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). La era del post capitalismo, anunciada por los presidentes Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, no implica su muerte ni la victoria del socialismo, sino la aplicación de un modelo común de fortalecimiento del Estado, manteniendo altos los precios de las materias primas y promoviendo programas sociales con réditos electorales.

En los tres casos, como también ocurre en la Argentina, la figura presidencial es prácticamente inamovible en el ideario popular. En ello radica la diferencia con otras versiones de la izquierda regional, como la brasileña y la uruguaya. Lo curioso es que, más allá de exaltar el socialismo y llamarse a sí mismos revolucionarios, la prédica de esos gobiernos no desentona con el capitalismo: inversión pública en infraestructura; equilibrio entre el capital productivo y el financiero, y mejores condiciones laborales. Como contrapartida, la imposición de Estados fuertes polariza a las sociedades y contribuye a crear democracias plebiscitarias.

¿Es inevitable la división tajante en blanco o negro, alentada por gobiernos que se jactan de triunfos electorales y desafían a sus adversarios hasta ponerlos en ridículo? Es parte de la estrategia: alimentar el conflicto como el fuego en el invierno, de modo de crear una hegemonía implacable. Familias divididas y amigos distanciados son la otra cara de este fenómeno, emparentado con el rencor hacia el otro porque, cual hereje, critica la debilidad de las instituciones, el aumento de la discrecionalidad en el manejo de los recursos públicos, las políticas de corto plazo y la comparación fácil con economías antes vigorosas que ahora están en apuros.

El costo de pensar distinto o de discrepar con la ilusión de la bonanza eterna, derivada de la explotación de los recursos naturales o de la venta de materias primas, no es medido por los índices de la felicidad, pero repercute en aquellos que se sienten avasallados por causas que, por justas que sean, no deberían crispar a la mitad de la población. Esa que no tiene arte ni parte en la lucha entre gobiernos y corporaciones y que, de pronto, se ve despeinada por ráfagas de reproches lanzadas desde sectores que se beneficiaron más que otros en los denostados años noventa. Esa minoría, que siempre cae de pie, predica ahora con el resultado, convertido en ejemplo.



Be the first to comment

Enlaces y comentarios

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.