Obama, segunda parte




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Los elocuentes discursos de Barack Obama no conmueven a los líderes latinoamericanos. En estos cuatro años, después de los errores cometidos por George W. Bush en su relación con el continente, el gobierno de los Estados Unidos se ha limitado a acompañar las decisiones de sus pares y a fijar sus posiciones en lugar de intervenir en forma directa, como en Granada en 1983, en Panamá en 1989 o en Haití en 2004. La decisión de reactivar la Cuarta Flota de la Marina, por primera vez en 58 años, levantó tantas ampollas como la intención frustrada de destinar soldados a las bases militares de Colombia para combatir el narcotráfico y la guerrilla.

Desde 2009, cuando asumió Obama, Brasil ocupa el papel que le corresponde como rector de América del Sur, seguido entre las prioridades norteamericanas por Colombia y México, más allá de sus dilemas domésticos. Venezuela no ha alterado sus planes y Cuba, a su vez, obra como virtual componedor. Más allá de los devaneos lingüísticos de Hugo Chávez sobre el imperialismo, los Estados Unidos no provocan como antes irritación alguna en la región, quizá porque la virtud de Obama en su primer período presidencial haya sido mantenerse apartado y respetuoso de las políticas aplicadas por gobiernos regidos, en su mayoría, por sistemas democráticos.

En la agenda para su segundo turno, Obama plantea que cada cual dependa cada vez menos de la Casa Blanca. Es la hora de mayor madurez de las últimas décadas en el continente. Detrás de cada vínculo hay beneficios mutuos que, en ocasiones, son distorsionados para obtener dividendos políticos. Desde los tiempos de Bush, en 2001, los Estados Unidos han tomado distancia de los conflictos. Ese año dejaron a su merced a la Argentina en la crisis del gobierno de Fernando de la Rúa y, en 2003, a Bolivia en la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada. En el medio, en 2002, el apoyo tácito al conato de golpe de Estado contra Chávez resultó nocivo.

Era la oportunidad de los Estados Unidos de honrar la Declaración de Santiago, firmada por George Bush padre en 1991 para repeler a los regímenes antidemocráticos. Bush hijo no midió las consecuencias de su silencio ante el efímero derrumbe de Chávez, así como de su renuencia a cooperar con otros gobiernos en asuntos cruciales como el control de armas, la Corte Penal Internacional y la lucha contra el cambio climático. En 2004, enfrascado en las guerras contra Irak y el régimen talibán en Afganistán, cedió a Brasil el comando de las fuerzas de paz en Haití tras la destitución de Jean-Bertrand Aristide y, en 2006, no metió las narices en Bolivia tras la decisión de Evo Morales de nacionalizar el gas.

Hizo bien en mantenerse al margen. Sus obsesiones, heredadas por el último candidato republicano a la presidencia, Mitt Romney, eran Venezuela y Cuba. Uno cumple con sus envíos diarios de petróleo a los Estados Unidos. El otro, Cuba, ¿pertenece al “eje del mal”? Es el único país del mundo que impide en forma eficaz la inmigración ilegal en las costas norteamericanas y el único, también, que paga rigurosamente en efectivo las importaciones de productos primarios de ese origen. Eso lo evaluó Obama antes de embarcarse en críticas contra gobiernos que, democrático uno, dictatorial el otro, suman más de lo que restan en el balance norteamericano.

En términos de realpolitik, ni Bush ni Obama objetaron que la región adquiriera mayor autonomía con la creación de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y otros organismos, así como con la incorporación de Venezuela al Mercosur. Obama alentó a Brasil a organizar el G-20. En Brasil, después de las presidencias de Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inacio Lula da Silva, de ocho años cada una, el poder desconcentrado descansa en la continuidad, por medio de Dilma Rousseff, de valores tan sustanciales como el fortalecimiento de las instituciones y la promoción de los derechos humanos.

En 2009, tras el golpe militar contra el presidente hondureño Manuel Zelaya, aliado de Chávez, Obama pudo haber obrado como Bush: dejar que cayera la ficha y, de prosperar un gobierno afín, sacar ventaja. Dio crédito a la Carta Democrática de la Organización de los Estados Americanos (OEA), de modo de fortalecer los organismos multilaterales. En Colombia colaboró con Álvaro Uribe en la batalla contra el narcotráfico, pero expresó su preocupación por la violación de los derechos humanos. Ahora acepta que Cuba medie en las negociaciones del gobierno de Juan Manuel Santos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Esa tendencia a equilibrar fuerzas y evitar intromisiones difícilmente cambie en el segundo período presidencial de Obama. En países fortalecidos por la bonanza económica y la legitimidad democrática de los últimos años, más allá del clientelismo político y otras maniobras electorales, los Estados Unidos no tienen arte ni parte. Tampoco vislumbran rédito alguno en asumir mayores responsabilidades y costos mientras lidian, puertas adentro, con desafíos que no dependen sólo de sí mismos: el narcotráfico y la inmigración ilegal. En la cooperación, más que en la coerción, está la clave. Lo han aprendido después de dar muchos pasos en falso. Demasiados, en realidad.



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