Fuego cruzado en el Atlántico Sur




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De Borges quedó una reflexión: “Malvinas fue una pelea entre dos calvos por un peine”. Treinta años de la guerra entre la Argentina y Gran Bretaña por «ese montoncito de tierra congelada de allá abajo», como definió a las islas el presidente norteamericano Ronald Reagan, los calvos se han soltado el pelo. Echan fuego por la boca; por fortuna, lejos están de crear otro polvorín. La renovada contienda comenzó con la decisión de los miembros del Mercosur de bloquear el ingreso en sus puertos de barcos con bandera de las Falklands (nombre británico). La medida involucra a la Argentina, Brasil, Uruguay y, aunque no tenga costas marítimas, Paraguay. Dos provincias argentinas hicieron lo mismo con barcos de bandera británica.

El primer ministro David Cameron acusó a la Argentina de “colonialismo”. La presidenta Cristina Kirchner recordó que Gran Bretaña soslaya cada año la recomendación del Comité de Descolonización de las Naciones Unidas de debatir la soberanía de las Malvinas y, a su vez, denunció en ese ámbito la presencia de armas nucleares frente a las costas de continente mientras realiza su entrenamiento militar en las islas el príncipe William. Lo custodian un destructor equipado con misiles antiaéreos y, en principio, un submarino de gran porte. La presunta acción de rutina tiene un costo excesivo para el gobierno británico, en apuros por los recortes del gasto público.

Tanto el primer ministro británico como la presidenta argentina apelan de este modo al viejo recurso de desviar la atención de los asuntos domésticos con la disputa por el enclave colonial, ocupado en 1833. En él dejó su huella la guerra iniciada el 2 de abril de 1982. Cameron, como sus antecesores desde los tiempos de Margaret Thatcher, se niega a acatar la recomendación de las Naciones Unidas de debatir la soberanía en tanto no reciba la venia de los isleños, terceros en discordia. En ese círculo se cierra la discusión, acrecentada ahora por la posibilidad de que compañías británicos hallen petróleo. El lecho submarino, según sus cálculos, superaría ampliamente las reservas británicas y argentinas juntas.

Es el quid de la cuestión, más allá del encendido nacionalismo de las autoridades argentinas y del aparente compromiso de las británicas con los isleños. Por el petróleo, el vicecanciller Nicholas Ridley salió abucheado en la Cámara de los Comunes tras proponer el arrendamiento de las islas a la Argentina en el primer año de gobierno de Thatcher, 1980. Era una forma elegante de deshacerse de un legado colonial lejano y caro. Dos años después, la guerra declarada por el dictador militar argentino Leopoldo Galtieri con el avieso afán de perpetuarse en el poder iba a estropearlo todo. Hasta un plan de compañías británicas de buscar crudo en el océano, refinarlo en la Argentina y compartir los dividendos.

En 2003, después asumir la presidencia tras la peor crisis argentina de la historia, el difunto Néstor Kirchner asistió en Londres a una cumbre de mandatarios enrolados en la tercera vía. A solas con el primer ministro Tony Blair quiso convencerlo de acceder al diálogo: «Tenga en cuenta que me he criado mirando a las Malvinas», le confesó. El anfitrión, con una copa de oporto en la mano, apenas balbuceó: “Entiendo”. Era una señal del largo camino que debía recorrer la Argentina ante el rechazo británico a debatir la soberanía con la excusa de la aprehensión de los isleños. Poco después, las islas pasaron a formar parte de los territorios de ultramar del Tratado de Lisboa, sustituto de la Constitución Europea.

Néstor Kirchner desmontó el paraguas de soberanía, bajo el cual se firmaban convenios pesqueros y petroleros durante el gobierno de Carlos Menem mientras los isleños recibían graciosos ositos Winnie The Pooh como muestras de supuesta amistad. La política de seducción, remozada por el gobierno de Fernando de la Rúa con ejemplares en inglés del libro gauchesco “Martín Fierro”, no rindió sus frutos si se trataba de ganarse sus mentes y sus corazones. En Londres, los isleños administran desde 1983, un año después de la guerra, el Falkland Island Government (Gobierno de las Islas Malvinas), algo así como una embajada para abogar por “un gobierno propio”, sinónimo de autodeterminación.

En momentos en que Cameron se propone mejorar las relaciones diplomáticas y comerciales con América latina, sobre todo con Brasil, México y Colombia, la adhesión de la mayoría de los países de la región a la causa argentina por las Malvinas es una piedra en el zapato. Hasta los Estados Unidos, sus aliados históricos, se muestran partidarios del diálogo bilateral aconsejado por las Naciones Unidas. De no aceptarlo, Gran Bretaña corre el riesgo de perder influencia y prestigio en un continente en el cual aumentaron sus exportaciones, pero, excepto en Chile y Colombia, su inversión directa no alcanza los dos dígitos. Treinta años después de la guerra, los dos calvos se pelean por algo más que un peine. Se pelean por el petróleo, causante de la mayoría de los conflictos del último medio siglo en buena parte del planeta.



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