La guerra de un hombre solo




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Europa, concentrada en repeler el terrorismo islámico, ha ignorado la realidad

En varios países europeos han dejado de ser políticamente incorrectas las alabanzas al nacionalismo, antes vituperado por haber sido una de las causas de los conflictos del siglo XX. Ahora, como si nada, el partido de los auténticos finlandeses, los populares de Dinamarca y los demócratas de Suecia, entre otros, despotrican contra el libre tránsito de las personas que consagra el Acuerdo de Schengen. Son capaces de hacer palidecer a Marine Le Pen, cuyo Frente Nacional ha tomado distancia del racismo y la islamofobia abonados durante décadas por su padre en Francia.

Cual dolorosa moraleja, un desquiciado de ultraderecha ha matado a 76 personas en la remota Noruega con el perverso fin de alertar al gobierno laborista del primer ministro Jens Stoltenberg sobre el implacable avance del Islam, “la principal ideología genocida”, y del “marxismo cultural”. El autor de la masacre, Anders Behring Breivik, de 32 años, había militado en el opositor Partido del Progreso. La vehemente Siv Jensen, su líder, se ha visto en figurillas para hamacarse entre el barniz democrático de los suyos y la creciente intolerancia ante los extranjeros.

En otros tiempos, por las apacibles calles de Oslo, solía pasear a pie el monarca Olaf V; su reinado se extendió desde 1957 hasta su muerte en 1991. Conducía su propio coche. Le preguntaron una vez por qué iba sin custodia. “Tengo cuatro millones de guardaespaldas”, respondió casi en broma; era la población del país en esos años. En 1973, durante la crisis del petróleo, el gobierno prohibió la circulación de vehículos durante los fines de semana; el llamado “rey del pueblo” utilizó el tranvía para no perderse una competencia de esquí.

Breivik era un niño. En Noruega encontraban trabajo inmigrantes de Turquía, Marruecos y Paquistán. En los noventa brindó albergue a refugiados de la primera guerra del Golfo y la guerra de Kosovo. En la coalición que iba a derrocar a Saddam Hussein, en la segunda guerra del Golfo, participaron tropas noruegas. El colectivo musulmán de Noruega ronda en estos días las 100.000 personas, adaptadas en su mayoría al estilo de vida europeo.

Según la periodista Åsne Seierstad, “Breivik quiere restablecer una Noruega blanca como aquella en la que crecimos él y yo. Es un cristiano extremista de esos que planean un martirio de masas en una iglesia. Pero nos recuerda a los extremistas musulmanes que, con sangre fría y cegados por la religión, escogen la jihad”. Ha emprendido la guerra de un hombre solo, como Ted Kaczynski, alias Unabomber, y Timothy McVeigh en los Estados Unidos.

Tras la voladura de las Torres Gemelas y los posteriores atentados en Madrid y Londres, la Unión Europea prestó más atención a los grupos terroristas islámicos que a las células y los individuos de ultraderecha. Desde 1990 han arribado más inmigrantes al continente que a los Estados Unidos. En estos años, casi 50 millones de personas han cambiado el paisaje racial, cultural y religioso, y han avivado el miedo.

La crisis no perdona. Crece el desempleo. Los indignados ganan la calle. Recobra vigor el Estado. Está en un brete el capitalismo. La izquierda no reacciona. Es el momento propicio para crecer, pero no puede aprovecharlo. Gobiernos de otro signo como el británico, el suizo, el francés y el italiano contribuyen a convertir al miedo en la fuerza dominante de la política europea. El miedo al otro, al diferente, se traduce en la sospecha del “robo” del empleo y del “abuso” de la asistencia social. Si el multiculturalismo ha fracasado, como pregonan David Cameron, Nicolas Sarkozy y Angela Merkel, la ultraderecha gana espacios.

El inmigrante no desplaza al nativo, como teme Breivik. En Europa hay más negocios pequeños que trabajadores enrolados en sindicatos. Es la razón de la falta de predicamento de la izquierda en estas circunstancias. Las anticuadas denuncias contra el capitalismo espantan más de lo que atraen. La ultraderecha, con un discurso siempre repulsivo, pero ahora más aceptado, termina beneficiándose del desconcierto. Después de las últimas elecciones europeas, la quinta parte de los 736 diputados eurodiputados son ultraderechistas y euroescépticos.

Entre 1995 y 2004, antes de hacerse famoso con la trilogía Millennium, el fallecido escritor sueco Stieg Larsson investigó como periodista a la extrema derecha en el norte de Europa. Temía que, inspirada en personajes siniestros de los Estados Unidos, “una masacre como la de Oklahoma” ocurriera “en Suecia”. Breivik imitó a su autor, McVeigh. Legó un documento titulado 2083: Una declaración de independencia europea. Lo copió del manifiesto de Unabomber, el terrorista que entre 1978 y 1995 envió bombas a universidades y aerolíneas, y mató a tres personas.

“Disponemos de todos los ingredientes: odio, fanatismo, glorificación de la violencia y mentalidad sectaria”, acertó Larsson. De haber escrito Noruega en lugar de Suecia, lo suyo habría sido una profecía cumplida. Lamentablemente.



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