Borrón y cuenta nueva




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La salida de las tropas de EE.UU. de Afganistán supone el final de las guerras de Bush

Tras la muerte de Osama ben Laden en Paquistán, más de la mitad de los norteamericanos opina por primera vez en casi una década que deben volver a casa los soldados que pelean contra el régimen talibán en el semillero de Al-Qaeda, Afganistán. Es la conclusión del último sondeo del Pew Research Center. Pudo ser una de las razones por las cuales Barack Obama anunció un repliegue más rápido del previsto por los militares comprometidos en esa misión. La cuenta regresiva de la guerra declarada por George W. Bush un mes después de la voladura de las Torres Gemelas comenzará en julio. Supone el comienzo del fin de la era dominada por la lucha contra el terrorismo.

En el actual atasco, los soldados norteamericanos y sus aliados de la alianza atlántica (OTAN) no han ganado ni han perdido. La Operación Libertad Duradera, bendecida por las Naciones Unidas en 2001, tenía un propósito alcanzado a medias: evitar que Al-Qaeda tramara atentados en el exterior. Bush renovó su estrategia en 2003 y 2006. Tres años después, en 2009, Obama reforzó aún más esa política, pero con otro enfoque: involucró a Paquistán por ser un santuario en el cual Ben Laden y sus hombres operaban con la misma libertad y facilidad que en Afganistán. En el Pentágono, el conflicto pasó a llamarse Af-Pak.

En octubre de ese año, Obama espetó a sus colaboradores: “Todo lo que hagamos tiene que estar enfocado en reducir nuestra huella. Es por el interés de nuestra seguridad nacional”. Y les advirtió a los secretarios de Defensa, Robert Gates, y de Estado, Hillary Clinton: “No nos vamos a quedar 10 años en Afganistán”. Lo cuenta el periodista Bob Woodward. Luego aparecieron 92.000 documentos confidenciales difundidos por WikiLeaks que iban a ventilar desde mentiras y errores hasta el doble juego de Paquistán y el asesinato de inocentes.

En junio de 2009, el general Stanley McChrystal había quedado al frente de las operaciones en Afganistán. Logró un suplemento de 30.000 efectivos, 10.000 menos de los pedidos, con la condición de iniciar la retirada en julio de 2011. Su plan era reducir la cantidad de víctimas civiles. Lo logró, pero aumentaron las militares. En junio de 2010 debió dejar el cargo por haber formulado declaraciones delicadas a la revista Rolling Stone. Lo sucedió el general David Petraeus, amante de una frase de Lawrence de Arabia: “No se puede comer sopa con cuchillo”. En otras palabras, un ejército convencional no tiene mucho que hacer en Afganistán.

El relevo de generales significó aceptar otra visión de la guerra: era necesario fortalecer a la policía afgana. La instrucción de los voluntarios dura apenas tres semanas; en ese lapso, los nuevos agentes están en supuestas condiciones de repeler a la insurgencia. Puso sus reparos el presidente de Afganistán, Hamid Karzai, reelegido en medio de sospechas de fraude y corrupción.

En esta nueva instancia, con una crisis económica capaz de empañar la reelección de Obama en 2012, la confirmación de la salida de las tropas implica eludir el impacto de una derrota o, desde otro ángulo, capitalizar las mieles de una victoria. No primó en la decisión una evaluación militar, sino la coyuntura doméstica, así como la nueva realidad de los países árabes envueltos en revueltas contra sus regímenes y monarquías. Planteó sus dudas en el Senado norteamericano el almirante Michael Mullen, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas.

Su propuesta, convalidada por otros mandos militares, era disponer el regreso de 5000 soldados este año y 33.000 el próximo; Obama duplicó la apuesta: 10.000 este año y 33.000 hasta septiembre de 2012, dos meses antes de las presidenciales. Los 68.000 restantes emprenderán la vuelta en forma gradual hasta 2014. En ese momento, las autoridades afganas se harán cargo de su seguridad.

La prioridad no era implantar en ese país una democracia como insinuó Bush en Irak, sino cazar a Ben Laden. Después de su muerte, el régimen talibán ha dejado entrever que puede sobrevivir sin él. En Europa, cuyas tropas también están comprometidas, creen que es oportuno marcharse en los próximos tres años, como habían acordado con Karzai, no sin antes entablar negociaciones con el enemigo. Todo ha quedado supeditado a la reacción de Al-Qaeda, separada del régimen talibán por los Estados Unidos para hallar algún interlocutor en esa maraña tan difusa como la frontera entre Afganistán y Paquistán.

¿Cuál es la diferencia entre uno y el otro? Al-Qaeda pretende establecer una red terrorista global; el régimen talibán pretende controlar Afganistán. Coinciden en el deseo de derribar al gobierno de Karzai y liberarse de la ocupación extranjera. La muerte de Ben Laden complica los planes de ambos: era un gancho para obtener fondos entre sus simpatizantes del mundo árabe, ahora más comprometidos con las revueltas en sus países que con el terrorismo y el tráfico de opio. De ese hueco se valió Obama para hacer borrón y cuenta nueva con el anuncio de la retirada de las tropas. Difícilmente iba a encontrar otro.



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