A trancas y barrancas




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Los «indignados» españoles adoptaron el modelo islandés para expresar su malestar

Era sábado. Hördur Torfason decidió apostarse con su guitarra frente al Parlamento de Islandia y preguntarles a los transeúntes qué estaba ocurriendo y qué podían hacer. Ese día, el 11 de octubre de 2008, comenzó a gestarse el movimiento Voces del Pueblo. En medio del caos económico, cualquiera podía expresar con un micrófono su desencanto con los políticos y los banqueros. Cada semana aumentaba la concurrencia. En unos meses, el Parlamento debió ser disuelto. Hubo elecciones generales. En un referéndum, los islandeses resolvieron no pagarles al Reino Unido y Holanda una deuda de 4000 millones de dólares.

“Si seguís con esa, haremos la islandesa”, avisan desde mediados de mayo los españoles congregados en las plazas. Los indignados tomaron el nombre del libro ¡Indignaos!, del nonagenario francés Stéphane Hessel, pero adoptaron el modelo de protesta de un país como Islandia que, con apenas 332.000 habitantes, era el primero en desarrollo humano en 2007, según las Naciones Unidas, y  ha vuelto a ser ahora el más pacífico del planeta, según el Institute of Economics and Peace.

La batida de cacerolas islandesa, en comparación con la española, pareció silenciosa, pero sentó las bases de un canal de comunicación que, valiéndose de las redes sociales como Barack Obama para ganar ese mismo año las presidenciales de los Estados Unidos, sacudió los cimientos del poder político y el económico tras el colapso del mayor banco del país, el Kaupthing, nacionalizado al igual que otros en apuros.

Lejos está España de proceder de ese modo, más allá de que sea una de las premisas de los indignados. En cada plaza montaron una suerte de ciudad en miniatura con zonas de enfermería, comunicación, inmigración y asuntos legales, entre otras, así como puntos de alimentación (en los cuales se distribuye comida) y puntos limpios (en los cuales se acumulan residuos). “Estamos en una revolución, no en un botellón”, aclara un cartel en la Puerta del Sol, de Madrid, para aventar toda sospecha sobre consumo de alcohol.

En momentos en que declinaban las acampadas por el desgaste y la falta de respuestas, los Mossos d’Esquadra (policías de la Generalitat) arremetieron con inusual saña contra los ocupantes de la plaza de Catalunya, de Barcelona. No encontraron resistencia. A una cuestión de “higiene y salubridad” redujeron las autoridades catalanas la protesta, así como a las pérdidas de los comerciantes de los alrededores. Una semana antes se habían celebrado las elecciones autonómicas y municipales en todo el país. El gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, derrotado por el Partido Popular, procuró desoír la prohibición de las acampadas, dictada por la Junta Electoral, para evitar males mayores.

Hubo críticas contra el método, no contra las demandas. El 15-M se ha hecho global por la necesidad de la sociedad española y otras de reconciliarse con los políticos y de ver atendido su pedido de certezas sobre un presente que sólo garantiza trabajo precario y salario escaso. En tiempos de verdades puras y duras ventiladas por WikiLeaks, la transparencia cobra relevancia en la lucha contra un flagelo que no perdona países ni respeta ideologías: la corrupción.

Islandia pudo ser una bisagra entre la efervescente primavera árabe, su correlato menos contundente en España y las movilizaciones de los noventa contra la globalización. El hijo del comerciante que se ve perjudicado por la merma en las ventas a causa de la acampada está en las mismas condiciones que los protagonistas del 15-M.

Es “la generación perdida”, según el crudo diagnóstico del Fondo Monetario. Protesta en Portugal contra la crisis, en Grecia contra las medidas de austeridad, en Inglaterra contra los recortes estatales y en Francia contra el aumento de la edad de jubilación. Le achaca a la democracia tanto en Europa como en los Estados Unidos desde las excesivas ganancias de los ejecutivos hasta los abusos de los políticos inescrupulosos que aprovechan su divorcio de la sociedad para obtener beneficios para sí mismos y los suyos.

“La mala hierba de la inmoralidad pública creció por todos los ámbitos del país, porque encontró muy bien preparado para ella el terreno hueco de nuestra fantasía y de nuestra desidia, abonado copiosamente con la basura de la mezquina y bastarda política intervenida por los caciques y regado de continuo con las lluvias desprendidas de las nubes del desbarajuste administrativo”, juzga Lucas Mallada en La inmoralidad pública. Lo escribió en la última década del siglo XIX; lo ha reimpreso, por su extraordinaria vigencia, el sello Algón Editores.

En España, como señaló Fernando de los Ríos en su toma de posesión como ministro de la Segunda República en 1931, “lo revolucionario es el respeto”. El respeto debería traducirse en darles respuestas a los indignados en lugar de insistir desde la política en imaginarse conspiraciones mediáticas y preguntarse por qué el sábado de Islandia cae domingo como el 15 de mayo y dura toda la semana.



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