No pasarán




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La Comisión Europea le da la razón a Francia por bloquear el acceso de inmigrantes

En una de sus encendidas e insultantes arengas contra los llamados rebeldes libios y contra la intervención de la alianza atlántica (OTAN) en defensa de ellos, Muammar Khadafy insinuó que no iba a mover un dedo para evitar que “millones de negros” arribaran a Italia y Francia. Dicho y hecho. Silvio Berlusconi, azorado después de haberlo recibido 11 veces, dudó en condenar la saña del régimen contra su pueblo quizá para “no molestar” a un amante como él de las fiestas “bunga bunga” con chicas de corta edad o para conciliar posiciones con el más estrafalario de los dictadores árabes.

Desde el comienzo del año, la isla italiana de Lampedusa, en el Mediterráneo, comenzó a acusar recibo de las revueltas en el norte de África con el súbito desembarco de miles de refugiados. Iban a caer casi en estéreo las autocracias de Túnez y Egipto. Khadafy era hasta ese momento algo así como un garante contra el éxodo hacia Europa. Tanto él como el dictador depuesto Zin al Abidin Ben Alí, de Túnez, y el rey Mohamed VI de Marruecos no vacilaban en castigar en forma severa a aquellos que abrigaban la esperanza de saltar de un continente al otro, fueran de la nacionalidad que fueran, en busca de un futuro mejor.

Nada es gratis: así como España negoció con Marruecos la contención de los ilegales y hasta ofreció dinero a Senegal para lograr repatriaciones, Berlusconi firmó en 2008 un tratado con Khadafy para desembolsar 5000 millones de dólares en dos décadas a cambio de no recibir más gente en sus costas. En un año, el flujo en Lampedusa descendió de 36.000 a 9500. En esta nueva instancia, con las revueltas árabes en ebullición, Italia aduce que los 27 gobiernos de la Unión Europea (UE) deben compartir la carga, pero concedió varios permisos de residencia temporales. Sus potadores pueden recorrer sin visa casi todo el continente.

Esto enfureció a los gobiernos de Alemania y Francia, ex potencias coloniales al igual que Italia en las cuales pretenden radicarse los inmigrantes. Desde enero arribaron 28.000 tunecinos y libios a Lampedusa. Berlusconi tardó más de la cuenta en impugnar a Khadafy por la represión de las protestas, pero no demoró nada en pedir auxilio a la UE. En Italia, comprador del 80 por ciento del petróleo libio, las inversiones de ese origen rondan los 10.000 millones de dólares.

El presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, apremiado por su candidatura para la reelección en 2012 y los coqueteos de su propio gobierno con los regímenes pretéritos de Túnez y Egipto, sacó cuentas del respaldo de sus compatriotas al discurso xenófobo de Marine Le Pen. La presidenta del Frente Nacional, de extrema derecha, quiso recuperar la iniciativa en el control de la inmigración con una visita simbólica a Lampedusa. “Tengo mucha compasión por ustedes, pero Europa ya no dispone de las capacidades para acogerlos”, espetó frente a los ilegales. Los dejó atónitos.

Le Pen azuzó a Sarkozy, en realidad, por haber perdido “toda credibilidad en la gestión de la inmigración” y advirtió que “sólo una salida del espacio Schengen permitirá al país controlar sus fronteras”. El espacio Schengen, acordado en 1985, permite la libre circulación de personas dentro del continente una vez que superan el primer control en el punto de arribo.

Cerca de quebrar ese pilar de la UE, Sarkozy ordenó el cierre del paso fronterizo por Ventimiglia para los trenes procedentes del norte de Italia. Resultó ser una medida preventiva para impedir la entrada de inmigrantes. La drástica decisión irritó a Berlusconi, pero, según la Comisión Europea, Francia tenía “el derecho” de cerrar en forma temporal su frontera. No violó el espacio Schengen. No fue amonestada. Tampoco en 2010 tras la expulsión de gitanos de Europa del Este que estaban en situación ilegal en su país.

El efecto Le Pen empieza a hacer de las suyas en un continente en apuros que, frente a altos índices de desempleo, salarios escasos y recortes del gasto público, opta por entornar la puerta y repeler a los extranjeros con señales tan claras como la prohibición de burkas en Francia y de minaretes en Suiza.

No está sola Le Pen. Su fortaleza reside en la aversión generalizada  hacia los políticos y el descontento por la crisis económica. En Finlandia, los excelentes resultados en los informes Pisa de rendimiento escolar no se compadecen con el buen desempeño en las legislativas de los Auténticos Finlandeses, partido cuya campaña se centró en el rechazo a la inmigración de cualquier grupo y factor, y al rescate de Portugal, Irlanda, Grecia y cualquier otro país en un aprieto. Lo mismo ocurrió en los Países Bajos: el Partido por la Libertad, de fuerte sesgo antiinmigratorio, pasó  a ser la tercera fuerza parlamentaria.

No peligra la UE por los afanes ultramontanos de la extrema derecha ni por la desesperación de los inmigrantes del norte de África. Peligra la confianza entre los gobiernos tras haber apañado, cuál más, cuál menos, a déspotas cuyas cotizaciones, en medio de las revueltas, caen ahora en forma estrepitosa sin expectativa de recuperación ni de resarcimiento.



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