La tormenta perfecta




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Mubarak cayó bajo el peso de la corrupción y la represión que instauró como sistema

En junio de 2009, durante su histórico discurso en la Universidad de El Cairo, Barack Obama mencionó apenas tres veces la palabra democracia. Las suficientes. La primera, al referirse a la guerra contra Irak, para diferenciarse de su antecesor, George W. Bush, y señalar que “ninguna nación puede imponer o debe imponer a otra sistema de gobierno alguno”. La segunda para aporrear a “algunos que defienden la democracia sólo cuando están fuera del poder y, una vez que llegan a él, son despiadados en la represión”. Y la tercera para instar a sus pares a “respetar los derechos de las minorías” y aclararles que “las elecciones por sí solas no constituyen una democracia auténtica”.

Era para alquilar balcones si el anfitrión, Hosni Mubarak, hubiera acusado recibo de sus palabras, pero, convencido de que era más cómodo para Obama conciliar con un déspota como él que apuntalar una rebelión en cadena en el mundo árabe, ni se mosqueó. No veía entonces razones para preocuparse. Sólo pretendía recomponer la relación bilateral, maltrecha durante el gobierno de Bush, y mostrarse como “el aliado indispensable” de los Estados Unidos. Llegó a serlo tras firmar el acuerdo de paz con Israel, cooperar en la solución de las crisis recurrentes de Medio Oriente y repeler la expansión regional del régimen de los ayatollah, instaurado por Khomeini en Teherán exactamente 32 años antes de su propia caída, el 11 de febrero de 1979.

Irán es el único Estado islámico contemporáneo establecido gracias a una revolución. Mubarak, con el pelo negro azabache como el depuesto dictador tunecino Zine el Abidine Ben Alí en su afán de mostrarse  viril y lozano, nunca imaginó que los egipcios fueran a tumbarlo después de tres décadas al frente de un gobierno que, al igual que otros, transformó en un califato. Enarboló la represión y la corrupción como pilares de su fortuna, y creyó que, como Hafez al-Assad en Siria, iba a ser sucedido por su hijo.

Hasta la revuelta de Túnez, los Estados Unidos, la Unión Europea e Israel suponían que la fórmula hereditaria, como la ley de gravedad, era imposible de ser derogada. En Egipto y alrededores pesa tanto la decepción con los partidos políticos como el clamor de los jóvenes, huérfanos de futuro. Entre 360 millones de árabes, seis de cada 10 tienen menos de 30 años y, según el Banco Mundial, demoran en promedio tres años en conseguir empleo. Son los que han estado a la vanguardia de las protestas y, ahora, se golpean el pecho con el desenlace. La mayoría reside en áreas urbanas. El desempleo, así como la falta de horizontes, retrasa hasta la boda, signo cultural de madurez entre ellos. Unos 65 millones viven por debajo de la línea de la pobreza con dos dólares por día. En el cambio, precipitado por el otoño del rais, se cotiza mejor la incertidumbre que la tiranía.

Después de sostener a Mubarak con vagas reflexiones sobre la necesidad de preservar la estabilidad, la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, se las ingenió para concluir que las protestas componían “la tormenta perfecta” en una región cuyo “statu quo es insostenible”. Eso no implicaba apurar un salto al vacío ni el vacío de poder. Fue la razón, también, de la indulgencia inicial de Israel y la vacilación odiosa de la Unión Europea ante la inminente caída de la siguiente pieza de un dominó que no resiste comparación con la revolución iraní ni con la desintegración de la Unión Soviética. Como dice Fouad Ajami, autor de The Dream Palace of the Arabs, “esta revuelta es un asunto árabe de la cabeza a los pies”.

Históricamente, según Clinton, “las revoluciones han derrocado a dictadores en nombre de la democracia, pero los nuevos autócratas secuestran el proceso y usan la violencia, el engaño y las elecciones amañadas para permanecer en el poder”. En esa descripción, previa a su retiro, Mubarak estrenó el merecido mote de dictador en el léxico norteamericano. Coincidió en el entusiasmo, curiosamente, el presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, pero por otras razones: “Surge un nuevo Medio Oriente sin el régimen sionista ni la injerencia estadounidense”, proclamó antes de alzar un cartel con la leyenda insultante “Abajo Israel”.

Temen ahora los Estados Unidos y sus socios que la transición sea capitalizada por el movimiento político y religioso más poderoso de Egipto, la Hermandad Musulmana. Estaba proscrito. Sospecha el vicepresidente Omar Suleiman, ex jefe de inteligencia, que responde a los intereses de Irán, como Hamas. Estaba en los planes de Mubarak mantenerlo a raya, así como a la democracia invocada por Obama.

Lo sondeó en 2009 el senador demócrata Byron Dorgan sobre la posibilidad de una apertura: “En lugar de presionar sobre esos asuntos, los Estados Unidos deberían agradecer más el papel que Egipto juega en la estabilidad regional y escuchar a sus amigos”, obtuvo como respuesta. Sus amigos eran Arabia Saudita, Jordania y, desde luego, Egipto. Cinco presidentes norteamericanos se fiaron de Mubarak. De Obama, tras aquel encendido discurso, no se fiaron los egipcios, encantados ahora con la momificación política de su faraón.



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