El diluvio que viene




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Tras las inundaciones, Chávez se propone gobernar por decreto durante un año y medio

De haber ganado Hugo Chávez las legislativas de septiembre con holgura suficiente como para asegurarse los dos tercios de los escaños en la Asamblea Nacional, no habría solicitado por cuarta vez en casi 12 años de gestión una ley habilitante para gobernar por decreto. La ley habilitante es un recurso extraordinario, no una herramienta para preservar el poder cuando amenaza con menguar como consecuencia del desgaste natural del presidente. Este tipo de artimaña en nada se parece a un golpe de Estado, pero escasos favores termina haciéndoles a las instituciones de Venezuela. Tanto celo por centralizarlo todo y no dejar resquicio alguno a la oposición no hace más que debilitar la democracia.

Todo aquel que disiente con Chávez es un “escuálido” o un “pitiyanqui”. Si el modelo venezolano es tan eficaz, ¿por qué los otros presidentes de América latina son tan cortos de miras que no sacan provecho de una buena vez de los beneficios del socialismo del siglo XXI? Ni Evo Morales, Rafael Correa y Daniel Ortega, socios de la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), se han animado a implantarlo en sus respetivos países como árbol que da frutos. Nada tendría de malo si los resultados fueran más alentadores que la inflación en alza como la violencia, al punto de llevar a Caracas a ser apenas menos peligrosa que Ciudad Juárez, México.

La nueva Asamblea Nacional de Venezuela entrará en funciones en la víspera de Reyes, el 5 de enero. Con la ley habilitante aprobada por los actuales legisladores, en su mayoría oficialistas, los electos (66 opositores entre 155) quedan atados de pies y manos. Para impulsarla, Chávez se ha valido de la feroz inundación que provocó decenas de muertos, damnificados y estragos. El arsenal de decretos que promueve apunta más a las presidenciales de 2012 que a ese drama: incluye el «sistema socioeconómico»; las telecomunicaciones y la tecnología de la información; las fuerzas armadas; el sistema financiero; los impuestos; una «nueva regionalización geográfica del país», y el «uso de la tierra urbana y rural».

En 1999, cuando asumió la presidencia, Chávez se propuso desmantelar el círculo vicioso de los partidos políticos que, en cuatro décadas de alternancia, habían hecho de un país rico en petróleo una suerte de alcancía para unos pocos que, a su vez, atesoraban sus fortunas en el exterior. Juró sobre “la moribunda”, como denominó a la antigua Constitución, y se embarcó en una reforma que, lejos de ser revolucionaria por quebrantar el orden establecido, nunca dejó de abastecer de crudo a su peor enemigo, los Estados Unidos, ni renegó de determinadas corporaciones a las cuales siempre trató con alfombra roja y guante blanco. Los boliburgueses, enriquecidos a la sombra de su poder, apuntalaron el presunto modelo.

Desde las elecciones de diciembre de 1998 ha habido en Venezuela dos presidenciales más (2000 y 2006), tres legislativas (2000, 2005 y 2010), cuatro regionales (2000, 2004, 2008 y 2010) y un conato de golpe de Estado (2002), así como seis referéndums (dos en 1999, uno en 2000, otro en 2004, otro en 2007 y otro en 2009). En las legislativas de 2005, la oposición cometió el error de retirarse en rechazo al poder electoral; el oficialismo ganó todos los escaños de la Asamblea Nacional, el Parlamento Latinoamericano y el Parlamento Andino. En 2007, tras ser reelegido un año antes, Chávez fracasó en su afán de introducir una nueva reforma constitucional para ampliar sus poderes y permitirse la reelección indefinida.

En estos años, más allá de haberse valido de los petrodólares para tejer acuerdos, cultivar amistades peligrosas e influir en elecciones ajenas, ha sido capaz de desmantelar lo anterior, no de imponer lo nuevo, esa “causa esencial de la revolución bolivariana”, resumida en “más y mejor nivel de vida para todos, en la lucha por instalar en Venezuela un nuevo sistema social, económico, político: el socialismo criollo, a lo venezolano». Hasta ahora, si de una renovación del clásico populismo y nacionalismo latinoamericano se trata, la falta de eco de sus proclamas allende sus fronteras reduce todo a un fenómeno que, simpatías al margen, no logra ser expansivo si no existe un interés de por medio.

Los precios del petróleo dejaron de aumentar en 2008. En Venezuela, por digna que suene en algunos oídos la prédica contra la oligarquía y los Estados Unidos, no hubo una revolución si, como apunta Carlos Malamud, catedrático de historia americana de la Universidad Nacional de Educación a Distancia e investigador del Real Instituto Elcano, de España, “por revolución entendemos una transformación acelerada y profunda de las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales”. Eso ocurrió en Cuba en 1959.

La ley habilitante, gracias a la cual podrá gobernar por decreto durante un año y medio, es un exceso en detrimento de los nuevos legisladores, más allá de que esté contemplada en la Constitución. Las anteriores habían sido dictadas en 1999 (reforma constitucional), 2001 (leyes de hidrocarburos, tierras y costas marítimas) y 2007 (leyes de turismo, transporte, comercio, industria y finanzas, y nacionalizaciones de las cuatro asociaciones petroleras de la Faja del Orinoco, las mayores compañías telefónica y siderúrgica, y los sectores eléctrico y cementero).

En todo caso, aquellos que nunca habían sido considerados por los sucesivos gobiernos venezolanos desde el Pacto de Punto Fijo de 1958 encontraron en Chávez al único presidente que se acercó a ellos, alentó su participación “en defensa de la patria” y puso a su disposición recursos del Estado. Es el caudillo restaurado, pero, sin apartarse de la democracia más allá de su estilo autoritario, depende de las urnas. En ellas, nadie es infalible. Menos aún, si después de un resultado adverso, pretende ignorar que otros, no necesariamente ligados a la vieja dirigencia de la Acción Democrática y el Copei, los partidos tradicionales, hacen fila para despojarlo de su bien más preciado: el poder absoluto sin dejar descendencia.



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