¿Quién paga los platos rotos?




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La mayoría de los europeos objeta las políticas de austeridad y ajuste presupuestario

Pasada la medianoche del sábado 4, el rey Juan Carlos de España seguía en vela. Estaba en Mar del Plata, donde se celebraba la XX Cumbre Iberoamericana. Debía firmar a esas horas el primero de los dos decretos por los cuales se declaraba por primera vez el estado de alarma en su país, ahora prorrogado por el Congreso de los Diputados. La huelga de los controladores aéreos, en respuesta a la decisión de José Luis Rodríguez Zapatero de privatizar la gestión de los aeropuertos de Madrid y Barcelona, derivó en la excepción que, en vísperas de Navidad, pasó a ser una regla: los huelguistas adquieren condición de militares y los militares, al mando de las torres de control, deben comunicarles “la nueva situación”.

Era la primera vez en dos décadas que un presidente del gobierno español no asistía a un foro iberoamericano. El faltazo de Zapatero reflejaba la magnitud de la crisis, explicaba someramente por el rey Juan Carlos al presidente de Perú, Alan García, mientras permitía a su interlocutor acomodarle el nudo de la corbata verde y conocía de primera mano el desenlace de una toma de rehenes en una sucursal limeña del BBVA, de capitales españoles, ocurrido horas antes. Un francotirador del grupo especial SUAT había acertado en la cabeza del delincuente. Era “un hecho policial sin consecuencias”, según el relato de García, oído a dos pasos de ambos.

El problema de España, en contraste, lejos está de ser resuelto en un pispás. Desde 2008, la solvencia financiera del país está sujeta con alfileres. Influye cualquier oscilación del mercado, como en toda Europa. Que cae Irlanda, que peligra Portugal, que estalla Grecia y que, reunidos los 27 líderes en Bruselas, acuerdan una reforma simplificada del Tratado de Lisboa para crear un mecanismo de rescate permanente con el objeto de socorrer a países de la zona euro con dificultades para pagar su deuda pública. De ser tan alentador el plan, previsto para 2013, ¿por qué un rato antes había organizado la Confederación Europea de Sindicatos una jornada de protesta en coincidencia con la huelga en Grecia?

No convencen las políticas de austeridad y ajuste presupuestario impulsadas por las instituciones comunitarias ni los salvavidas tardíos, más allá de la decisión de aumentar el capital del Banco Central Europeo (BCE) hasta casi duplicarlo. Los recursos del Fondo Monetario, a su vez, han sido triplicados por el G-20. Si bien el vapuleado organismo dirigido por Dominique Strauss Kahn se ha comprometido con 40.000 millones de dólares para detener la implosión griega y 320.000 millones para evitar que se fuera a pique el euro, según The New York Times, aún “tiene demasiada poca credibilidad en el mundo en desarrollo, donde se percibe que favorece a los países ricos en forma injusta”.

Ninguna revuelta es gratuita ni antojadiza. Los diputados griegos aprobaron duras medidas para acceder a la ayuda financiera. Eso supone recortes salariales para el personal del transporte y la administración pública y la rebaja del salario mínimo a 740 euros en un continente de mileuristas apremiados. En ese continente, el promedio de jóvenes que ni trabajan ni estudian, llamados ni-ni, ascendió del 9,9 por ciento en 2009 al 10,9 en 2010, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Ese grupo tiene menos de la mitad de posibilidades de encontrar trabajo que la gente mayor. Un puñado de países, como Dinamarca, Holanda y Suiza, promueve el empleo juvenil.

El desempleo en esa franja será del 18 por ciento en 2011, según la OCDE. Sólo en España ascendió del 30,8 por ciento en 2009 al 37,9 en 2010. En su jornada de protesta, los sindicatos europeos han pedido «a los gobiernos no desmantelar más la Europa social». ¿Es el momento indicado para medir el ánimo de la población, como se propone el primer ministro británico, David Cameron, a pesar de haber dispuesto el mayor ajuste del gasto en generaciones y de haber sofocado el rechazo de los universitarios?

El índice de bienestar no suplirá al producto bruto interno que, dice Cameron, “no mide nuestro saber o nuestro aprendizaje ni nuestra compasión o nuestra devoción por nuestro país; lo mide todo, excepto lo que hace que la vida merezca la pena”. La llamada economía de la felicidad, ensayada en el remoto reino asiático de Bután, ha llevado al presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, a dudar de «la religión del número» tras haber encargado un informe sobre el progreso económico y social a Joseph Stiglitz y Amartya Sen, premios Nobel de Economía. Hasta en Brasil estudia una comisión del Senado la inclusión en la Constitución de una enmienda que, a la usanza norteamericana, establezca el “derecho a la felicidad”.

En España, de auscultarse a muchachos de 15 a 24 años, el resultado sería devastador: ven en el desempleo la peor amenaza de futuro, seguido por la droga, la vivienda, la inseguridad y el terrorismo, según el informe Jóvenes Españoles 2010, de la Fundación Santa María. De los políticos piensan que “buscan antes sus propios intereses o los de su partido que el bien de los ciudadanos” y que «anteponen los intereses de las multinacionales, los bancos y los grandes grupos de presión a los de los ciudadanos”.

Entre los mayores, señala el barómetro sobre política exterior del Real Instituto Elcano, seis de cada diez están más preocupados por la crisis económica que por otros asuntos. En países en aprietos como Grecia e Irlanda, la opinión es igual. Ni un decreto firmado por un rey desvelado puede imponer entre gallos y medianoche la Oda a la alegría en un continente convulsionado. Los griegos, fieles a su tradición, pagan los platos rotos por sus desatinos políticos. Los otros intentan contentarse con no estar en idéntica o peor situación.



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