Crimen y castigo




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EE.UU. se apresura a retirarse de Irak después de gastar más que en sus peores guerras

En el hoyo atesora Saddam Hussein la novela Crimen y castigo, de Fiodor Dostoievski. Desde marzo de 2003 vive bajo tierra, oculto. Varios meses después, apenas asoma la cabeza, sabe que su suerte está echada. Es el único objetivo que corona el enorme despliegue militar promovido por el gobierno de George W. Bush: derrocarlo, juzgarlo y ahorcarlo. En nada quedan las sospechas sobre las armas de destrucción masiva en su poder y el vínculo con Osama ben Laden. Siete años después, 100.000 civiles iraquíes y 4700 soldados, en su mayoría norteamericanos, han muerto entre más vencidos que  vencedores.

La guerra se desencadena sin la venia de las Naciones Unidas y gobiernos poderosos como el alemán y el francés que, por respetar la legalidad, se ganan motes odiosos y reacciones destempladas de parte de la minoritaria coalición de los dispuestos. La deliberada manipulación de premisas falsas para apurar la invasión contribuye  a arruinar un país diezmado por el régimen de Saddam.

En la guerra, sólo superada en costos por la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos han despilfarrado más fondos que en Vietnam, Corea y Afganistán, según el Capitolio. Es casi un insulto la distribución de los fondos: de 1000 millones de dólares desembolsados desde 2003 sólo 53 millones han sido destinados a proyectos de reconstrucción.

En Irak, un cuarto de la población vive por debajo de la línea de la pobreza con dos dólares por día y un tres por ciento padece hambre y desnutrición, según las Naciones Unidas. Menos de la mitad tiene agua potable y dispone de electricidad durante más de 12 horas diarias. Nueve de cada 10 iraquíes reciben alimentos por medio de cartillas de racionamiento.

Las autoridades, elegidas en marzo, aún no han formado gobierno por falta de acuerdo. La elite política es la más preocupada por  la decisión de Barack Obama de adelantar un par de semanas la salida de las tropas, prevista para el 31 de agosto, después de un horroroso atentado suicida contra un centro de reclutamiento del ejército en Bagdad. Desde septiembre, más allá de los índices de violencia, permanecerán 50.000 de los 64.000 soldados norteamericanos desplegados en Irak para instruir y entrenar a las fuerzas de seguridad.

En Somalia, Yemen y el Sahara, semilleros de Al-Qaeda, también deja huella el terrorismo. Es su intención poner en duda el liderazgo militar norteamericano. Sólo la armada de ese país equivale a las 13 armadas que le siguen en capacidad operativa. Ni Obama ni sus generales pueden ufanarse de ello.

Tras la invasión de Irak, los Estados Unidos desarticulan a las fuerzas armadas y al Partido Baaz, de Saddam, para crear un gobierno de transición. En ese país, Afganistán y Paquistán, principales focos de conflicto, prima una sensación de anarquía que se traduce en disputas entre etnias o actos de insubordinación, como las críticas contra los responsables políticos de la guerra por las cuales ha perdido el cargo el general Stanley McChrystal, máxima autoridad en Afganistán. La filtración de decenas de miles de documentos del Pentágono sobre la guerra en el sitio Wikileaks supone otro contratiempo.

El poco confiable presidente afgano, Hamid Karzai, patrocinado por Obama, se dispone a hacer las paces con los talibanes y acelerar la partida de la alianza atlántica (OTAN), encabezada por los Estados Unidos, tras el descubrimiento de ricos yacimientos de litio, oro y otros minerales. Frente a ello, desde la portada de la revista Time, el rostro mutilado de Bibi Aisha, de 18 años, acentúa un título con tono de  advertencia: “What happens if we leave Afghanistan (Lo que pasa si abandonamos Afganistán)”. La muchacha no tiene nariz ni orejas; se las han arrancado los talibanes en represalia por haber intentado huir de la familia de su marido.

¿Es oportuno marcharse? En Irak, Bush vaticina “un conflicto rápido y barato”. Insume menos personal que otras guerras gracias a la tecnología: por ese país y Afganistán pasan dos millones de soldados, cifra bastante inferior a los 16 millones que combaten contra los nazis y los casi nueve millones que desembarcan en Vietnam.

En Crimen y castigo, la novela que atesora Saddam, Ródion Raskolnikov es un estudiante de abogacía de la Rusia imperial que ve empañado su futuro por falta de dinero. Asesina a una anciana prestamista. No para robarle. La considera un parásito. En la sociedad, observa, conviven seres superiores que gozan del derecho de cometer crímenes en beneficio de los otros y seres inferiores que deben someterse a las leyes.

Raskolnikov se cree superior, pero, por remordimiento, se entrega. No hay pruebas contra él. Un inocente se ha declarado culpable. Va a la cárcel, como Saddam. Y, como Irak, Afganistán, Paquistán y todo candidato a una inyección de democracia, queda preso de un círculo vicioso. No es igual modificar el comportamiento de un Estado hacia fuera que hacia dentro. Eso nunca depende sólo de la caída de un tirano. Celebrada primero, degradada después, antes de recrear el mito de la eterna incertidumbre.



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