Me quiero poco, poquito, nada




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¿Por qué los argentinos nos fiamos de nosotros mismos menos que nuestros vecinos?

Es anécdota: “Yo les dije un día a los argentinos que tenían que quererse más, y a partir de ahí soy Dios en la Argentina”. La recuerda en broma José Mujica, alias Pepe, antes de asumir la presidencia de Uruguay. Termina siendo el consejo más serio de los últimos tiempos para un país que “no es de cuarta” ni “una república bananera” ni “un pueblo de tarados”, pero “tiene reacciones de histérico, de loco, de paranoico”. Cuesta entender a un país que “se despedaza” en el conflicto entre los Kirchner y el campo y, después, da ejemplo de civismo en los festejos por el Bicentenario y el Mundial.

No está solo Mujica en su desconcierto. Observa Latinobarómetro: la mayoría de los argentinos cree que va en la dirección correcta, pero, al mismo tiempo, seis de cada 10 creen que el país y el mundo van en la dirección incorrecta. ¿Quién nos entiende? Por esta flagrante contradicción, “en la Argentina es posible concluir que es una cosa la sociedad y otra el país. Al parecer, los argentinos creen en esa distancia que hace posible, tal vez, que el país se levante de sus crisis por el esfuerzo individual más que colectivo”.

De las 18 sociedades auscultadas para esta edición de la encuesta regional, la argentina es la que menos fe tiene en el futuro, pero, a su vez, los individuos superan la media latinoamericana en confianza en sí mismos y sus familias.

No es la primera vez que somos carne de diván. “En la que se ha denominado, a veces, la ciudad más neurótica del mundo, tal vez sea lógico que reine Woody Allen –señala a finales de los noventa Anthony Faiola, corresponsal en Buenos Aires de The Washington Post–. En la ligeramente paranoica, a menudo hipocondríaca y siempre atormentada de culpa capital argentina, que ostenta el mayor número de psicoanalistas per cápita del planeta, el excéntrico actor y director es lo que Jerry Lewis a los franceses: uno de los pocos norteamericanos proclamado genio”.

No ayudan la fama ni las comparaciones. Los brasileños, chilenos y uruguayos nos superan en forma holgada si de confianza en sí mismos y sus países se trata. Nos superan, también, en juicios positivos sobre sus relaciones con los Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y, curiosamente, Cuba y China. En Brasil, Lula tiene mandato a plazo fijo hasta enero de 2011. Este año, en Chile, la derecha ha desplazado  por primera vez a la Concertación desde el final de la dictadura de Pinochet y, en Uruguay, Mujica ha sucedido a Tabaré Vázquez, no enrolado en la misma línea interna del Frente Amplio. En los tres casos, como en casi todos los países excepto la Argentina, la gente cree que el bienestar general depende de la gestión gubernamental.

Sin desentonar en señalar como males endémicos de la región a la pobreza, la desigualdad, la corrupción y la violencia, así como en subrayar el papel del Estado, los argentinos no creemos que nuestro progreso individual acompañe el ascenso del país y viceversa. Los brasileños son los primeros en creer que mejorarán en la medida en que el país vaya por el rumbo correcto, así como los griegos, franceses, búlgaros, rumanos e italianos piensan que pierden poder adquisitivo en forma proporcional al aumento de la pobreza en sus países, según Eurobarómetro.

En la Unión Europea, más de la mitad de la gente no ha podido pagar facturas de servicios y productos de consumo básico al menos una vez durante el último año. Es un fenómeno extraordinario en comparación con la aparente estabilidad de América latina, inhibida de hacer alarde de bonanza por sus bolsones de pobreza y desigualdad. ¿Por qué cuando una región va bien la otra mal? En realidad, ni una va tan bien ni la otra va tan mal. El arte de mantener las apariencias quizá parezca superficial y engañoso, pero da sustento al orgullo individual y, por extensión, nacional. Es como aquel que, cada mañana, finge que mantiene su rutina, pero, en realidad, ha perdido su trabajo.

Tres de cada cuatro europeos temen que su situación económica empeore en el año próximo; sólo un 17 por ciento confía en una mejora. El aumento de la proporción de pesimistas, especialmente en España, es diametralmente opuesto al aumento de la proporción de optimistas, sobre todo en Brasil. En ese estado nada tiene que ver @chavezcandanga, mote de Hugo Chávez en la red social Twitter. Excepto en la Argentina y Paraguay, en los otros países de América latina declaran por abrumadora mayoría una influencia positiva de los Estados Unidos vía Barack Obama.

Casi la mitad de los iberoamericanos no simpatiza con Chávez, según el Barómetro Iberoamericano de Gobernabilidad. En Venezuela podrá ufanarse de un 64,6 por ciento de imagen positiva, pero ese índice decrece fuera de su territorio a tono con el resultado de aquello que declama y, en realidad, no concreta. Revolucionario no es alguien que hace todo a medias; puede despertar expectativa al comienzo, pero, al final, provoca tanto rechazo como aquello que promete desterrar.

En la Argentina, de estar produciéndose un cambio, es obra de la gente, no de sus representantes ni de sus políticos. Es un fenómeno curioso: la gente está tan quemada que cree que su suerte es independiente de la suerte del país. Cuesta entenderlo. Tanto, quizá, como a la causa por la cual nos resistimos a dejar de ser vistos como un coro de solistas.



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