Propuesta indecente




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Una periodista sudanesa se rebela contra una deplorable condena por usar pantalones

En el siglo XVII, el sultán Murad IV decreta la pena de muerte para aquel que consuma tabaco, alcohol y café en Estambul y el Imperio Otomano. Pretende preservar la salud pública. Es tan severo que, de noche, patrulla las calles y las tabernas vestido con ropa común y custodiado sólo por su sombra. Si sorprende a algún soldado transgrediendo la ley, no vacila en desenvainar su espada y matarlo en el acto. Lo llaman El Cruel. La prohibición rige para todos, menos para él: no se priva del tabaco ni del alcohol ni del café. Termina sus días, en 1640, como un borracho perdido.

Dice el moralista y ensayista francés Joseph Joubert que las mejores leyes nacen de las costumbres. De ser cierto, una periodista sudanesa con los pantalones bien puestos como  Lubna Husein no debería enfrentar una condena de un mes de prisión tras ser desestimada la pena de 40 latigazos por esa causa, usar pantalones, en un país cuya máxima autoridad, el dictador militar Omar Al-Bashir, elude con la complicidad de la Unión Africana y la Liga Árabe el pedido de captura de la Corte Penal Internacional por su presunta responsabilidad en 300.000 muertes y tres millones de desplazados en la región de Darfur.

La Unión de Periodistas de Sudán ha pagado la multa para liberar a Lubna, pero otras 12 mujeres detenidas con ella el 3 de julio en un restaurante de Jartum han recibido 10 azotes cada una tras declararse culpables. Lubna se resiste a desembolsar las 500 libras sudanesas, escasos 200 dólares, que fija el tribunal como medida conciliadora frente a las protestas que provoca su situación tanto en el país como en el exterior. Es un caso emblemático: la sentencia viola las normas del derecho internacional y, a su vez, desnuda una aberrante discriminación contra las mujeres en Sudán y otros países regidos por leyes de ese tipo.

El uso de pantalones entre las mujeres es un “acto indecente”, según el artículo 152 del código penal sudanés; está peor visto, parece, que la masacre de Darfur. El Corán, fuente de  inspiración de la ley que El Cruel interpreta en su tiempo como una contribución divina a la sanidad de la población, no ordena flagelar a las mujeres que usan esa prenda. “Que me muestren los pasajes en los que se estipula –desafía Lubna, de 33 años, viuda–. Yo no los encuentro.” Lleva todas las de ganar y las de perder en un país sometido a la miseria, el atraso y la indiferencia del vecindario con Al-Bashir por temor a verse alguna vez en sus botas.

De no ser periodista, ¿cuál sería el desenlace?  La tildarían de prostituta en medio de  cánticos religiosos y la azotarían como a las otras mujeres frente a imbéciles que, en una suerte de circo romano, festejarían los castigos. Ella puede pedir inmunidad por ser empleada de las Naciones Unidas; el gobierno de Al-Bashir trata de negarle ese derecho. Es tarde: trascienden su foto con pantalones amplios, no ajustados, y su deseo de ser juzgada para mostrar al mundo hasta dónde llegan el fundamentalismo y la represión en un país con notables diferencias culturales entre el norte musulmán y el sur cristiano o animista.

Por negarse a pagar la multa, Lubna acepta ir a prisión. La salvan sus colegas. ¿Sólo sucede eso en Sudán? En Irán, el cantante y compositor Moshen Namjoo, valorado como “maestro de la literatura clásica persa» por The New York Times, es condenado en ausencia a cinco años de cárcel por utilizar de manera “insultante” versos del Corán. En Malaisia, vecino de Singapur, también impera la ley de El Cruel: las autoridades posponen hasta el final del mes sagrado del Ramadán el castigo de una modelo musulmana con seis azotes por beber cerveza en una sala de fiestas de un hotel.

Engels prevé que el grado de emancipación femenina determina el grado de emancipación general. En algunas sociedades, esa posibilidad causa tanto pavor como la castración invocada por Freud. Son supuestas brujas las calcinadas en las hogueras. En su país, Lubna anima ahora a otras mujeres a expresar su indignación contra la sharia o ley islámica. Llevan carteles con una consigna: «No queremos regresar a los tiempos oscuros». ¿Más oscuros? Las marchas son disueltas con gases lacrimógenos. No es una protesta, sino una propuesta. Una propuesta indecente, vinculada con la defensa de los derechos humanos.

La ley no es igual para todos ni para todas. Ni igual ni pareja. Sólo en 2005 han desaparecido en el mundo más de 160 millones de mujeres, cifra que supera las muertes en todos los conflictos fronterizos, guerras civiles y genocidios del siglo XX, según International Security. El llamado “generocidio” es el atroz resultado de la violencia doméstica, los abortos selectivos por sexo, la mortalidad durante el embarazo y la aprobación cultural de los asesinatos de mujeres o “crímenes de honor”. Lo dice todo ese nombre, como la ley de un sultán indiferente a la prohibición que impone a los demás y la rebelión de una mujer diferente que impone la prohibición a la indiferencia de los demás.



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