No hay mañana sin ayer




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Tres décadas después, las víctimas de Pol Pot asisten al juicio de sus torturadores

Le consta a Albie Sachs, juez del Tribunal Constitucional de Sudáfrica, que el servicio secreto del ejército de su país imitó en la década del ochenta al régimen militar argentino: eran arrojados al río o al mar, desde aviones, los cuerpos de aquellos que habían sido ejecutados o que no habían resistido las torturas durante los brutales interrogatorios. Le consta también que “la conexión entre ambas experiencias y otras no menos dolorosas puede ser positiva si se sientan las bases de la reconciliación entre unos y otros” o, como ocurrió tras el apartheid, “si se revé el pasado y, con las garantías pertinentes, torturadores y torturados se ven las caras”.

En Camboya, pocos verán las caras de sus torturadores. Entre abril de 1975 y enero de 1979, el régimen de Pol Pot masacró a un cuarto de la población en su afán de implantar una dictadura agraria de inspiración maoísta. En la efímera República Democrática de Kampuchea, regida por la guerrilla Khmer Rouge, desaparecieron las ciudades, consideradas espacios de la burguesía, así como la moneda, la propiedad privada y la religión.  Desapareció todo rasgo de humanidad en una vil caza a ciegas “del enemigo oculto”, como en la Unión Soviética bajo el yugo de Stalin.

Sólo en la infame prisión S-21, colegio secundario transformado en centro de tortura, Kaing Guek Eav autorizó las ejecuciones de 14.000 hombres, mujeres y niños tras ser sometidos a tormentos. Tres décadas después, acusado de crímenes de lesa humanidad por un controvertido tribunal asistido por las Naciones Unidas, aquel profesor de matemáticas al que llamaban Duch mostró remordimiento y pidió perdón a las víctimas. Entre ellas, Vann Nath, sobreviviente de ese calvario por haber sido elegido para pintar retratos de Pol Pot, teme que nada cicatrizará sus heridas.

¿Cómo verle la cara a su verdugo? Sachs predicaría en el desierto si no hubiera sido víctima, en cuerpo y alma, del régimen segregacionista de Sudáfrica. En un atentado contra su vida en Maputo, Mozambique, el 7 de abril de 1988, perdió un brazo y la visión de un ojo. Era un abogado de tez blanca vinculado con organizaciones de derechos humanos. Le habían puesto una bomba en el coche. Durante su convalecencia en Londres, un amigo le prometió que iba a ajustar cuentas. El rencor, se dijo, no iba a conducirlo a nada. Optó por la “venganza suave”, traducida en una cruzada por alcanzar la democracia y recuperar la dignidad en su país.

Eso no significa impunidad, más allá de la tardanza en los juicios de  seres tan despreciables como Duch y los otros acusados del exterminio en Camboya: Nuon Chea, ideólogo del régimen; el canciller Ieng Sary; su mujer y ministra de Asuntos Sociales, Ieng Thirith, y el presidente Khieu Samphan. Perecieron 1,7 millones de personas por las ejecuciones, las enfermedades y la hambruna. La invasión del ejército vietnamita, a raíz de las incursiones del Khmer Rouge en su territorio, detuvo la masacre. Casi dos décadas después, en 1998, Pol Pot murió sin haber sido juzgado.

No hay mañana sin ayer. El pasado debe ser revisado. En la cara de Duch, prófugo hasta 1999, Vann Nath vio a “un hombre viejo y gentil que era diferente hace 30 años”. En la cara de Henry, jefe del operativo que a punto estuvo de matarlo por orden del servicio secreto del ejército sudafricano, Sachs vio, apenas supo quién era, a un hombre que, a pesar de haberlo dejado mutilado, extendía su mano en señal de arrepentimiento. No pudo corresponderle. Le provocó repugnancia la mera idea de perdonarlo.

En el siglo XX, más de 100 millones de personas murieron bajo la opresión de gobiernos como los del Führer, el Duce, Mao, Ceausescu, Milosevic, Pinochet y sus laderos del Cono Sur, entre otros. En Camboya, Pol Pot terminó con los cinco años de dictadura del general Lon Nol, bendecida por los Estados Unidos, pero inauguró una era de persecuciones, vejámenes y asesinatos de traidores o de sospechosos de serlo. La prueba de lealtad de los reclutados por el Khmer Rouge, generalmente campesinos de corta edad, podía ser la ejecución de parientes. De sus padres, por ejemplo.

Como Van Nath, otro testigo de esos años, Putsata Reang, se preguntó si Duch era un hombre o un monstruo. “Sentado en el auditorio, estoy sorprendido por lo que veo: una cara que le pertenece a alguien –confesó–. Este supuesto perpetrador de delitos abominables es, al igual que sus víctimas, el hijo de alguien, el hermano de alguien, el padre de alguien.” También lo era Henry. O comenzó a serlo cuando declaró ante la Comisión de la Verdad de Sudáfrica, instituida por Nelson Mandela. Obtuvo la amnistía.

Le consta al autor de The Jail Diary of Albie Sachs (El diario prisión de Albie Sachs) y The soft Vengeance of a Freedom Fighter (La venganza suave de un luchador de la libertad), que entonces se sintió libre y pudo estrechar su mano, “la mano del hombre que quiso matarme”. Le consta también que, después de admitir la autoría del atentado, Henry “lloró en su casa durante dos semanas”. Eso, coligió Sachs al final de un diálogo que mantuvimos en Buenos Aires, “resultó ser más reconfortante que la cárcel” u otro tipo de venganza. Resultó ser “la venganza suave”, una decisión personal y, quizá, transferible.



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