Lo mejor de cada casa




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En la selección de su equipo, Obama privilegió la destreza a la filiación partidaria

En forma sorpresiva, durante una visita a Londres en 2003, Hillary Clinton elogió a Margaret Thatcher. Se suponía que, como Tony Blair, estaba en las antípodas de la ex primera ministra, de ideología conservadora. De ella llegó a decir François Mitterrand que tenía “la boca de Marilyn Monroe y los ojos de Calígula”. Lejos de tributarle un piropo, el ex presidente francés procuró describirla como una mujer inteligente e intrigante que ponía nerviosos a los hombres y, en algunos casos, lograba atemorizarlos. Les debía a los soviéticos el mote de Dama de Hierro.

Hillary no comulgaba con Thatcher, pero cambió de parecer. Se sintió identificada con ella, sobre todo, mientras peleaba la candidatura presidencial con Barack Obama. Quería mostrarse, también, como una mujer inteligente e intrigante. Hasta que soltó una lágrima y, como jamás había hecho Thatcher, atribuyó a su condición femenina las críticas de la prensa. La imagen gélida de la senadora que había soportado los embustes de Bill Clinton cuando era primera dama cobró una dimensión inusual. La emotividad no era su fuerte. No se había valido de ella ni en las peores circunstancias.

En las primarias demócratas, Hillary desempeñaba el papel que le cupo después a John McCain: anteponer su experiencia al cambio propuesto por Obama, vituperado por su aparente impericia. ¿Conservará su independencia una vez que sea secretaria de Estado y deba ejecutar políticas ajenas con las cuales dejó dicho que no coincidía? En los entresijos de su designación hubo una investigación del origen de los fondos que, desde 1997, nutrieron con millones de dólares la fundación de Bill Clinton, de modo de evitarle conflictos con gobiernos extranjeros. Es una señal de interés en cumplir con su misión.

Más allá de las difíciles condiciones en las cuales asumirá Obama la presidencia, con dos guerras en curso, números en rojo y una imagen patética de los Estados Unidos fuera de sus fronteras, la convocatoria de Hillary, así como su aceptación, representa un giro trascendente y conciliador frente a las clásicas antinomias que depara toda transición. Tanto esa decisión como el mantenimiento en el Pentágono de Robert Gates, sucesor de Donald Rumsfeld, y el nombramiento del general retirado James Jones como consejero de seguridad nacional rubrican un pragmatismo poco habitual.

Obama privilegió la competencia de cada uno de ellos para ejercer sus cargos antes que la filiación partidaria. Y, como pudo suceder con el fenómeno Clinton en los noventa, se apartó de los ritos tradicionales. Miles de personas recibieron la noche de las elecciones un correo electrónico firmado por Barack a secas: “Estoy a punto de salir rumbo a Grant Park para hablar con la gente allí reunida, pero antes quería escribirte –decía–. Todo esto pasó gracias a ti. Juntos, hicimos historia”.

Era la coronación de 21 meses de campaña en los cuales la comunicación por esa vía se había hecho tan común que muchos, sobre todo la franja de menos de 20 y no más de 30 años, encontraron en él un amigo de trato diario, por más que los textos fueran redactados y enviados por sus colaboradores. Sólo esa franja, llamada Generación O, pudo convencer a los baby-boomers, nacidos entre 1946 y 1964, de votar a un candidato poco convencional de segundo nombre Hussein.

La campaña no terminó la noche de la victoria. Continuó con el lanzamiento en la red de un sitio interactivo dedicado a la transición. Obama, a su vez, depuso diferencias e invitó a lo mejor de cada casa: Hillary, Gates y Jones, así como su equipo económico, son las evidencias del cambio. Si no cambia la gente, tampoco puede cambiar el país. La mayoría de los futuros secretarios completó posgrados en las mejores universidades. La inclinación al diálogo hasta con los adversarios de los Estados Unidos requerirá, antes que nada, discusiones con los suyos, de egos considerables y juicios madurados.

El cambio abreva en el gobierno de Clinton, con la incorporación de figuras de los noventa. Es, ahora, el cambio con experiencia. En él no prevalece el partido ni la amistad, sino la respuesta a una pregunta: ¿quién puede ayudarme mejor a cumplir con mis metas?

En contraste con  presidentes anteriores, Obama tiene una ventaja en un país que honra la diversidad: no está obligado a llenar casilleros con gente de su color ni a atender los llamados intereses especiales de los grupos de presión que pretenden verse representados en el gobierno.

El pragmatismo, sin embargo, tiene un límite. El poder de Obama reside en sí mismo, en su capacidad de persuasión y en su movimiento. Ese movimiento, basado sobre las redes sociales de Internet, resultó efectivo para batir todos los récords de recaudación de fondos durante la campaña (el doble que George W. Bush y John Kerry, juntos, en 2004) y derrotar a los Clinton, primero, y a McCain, después. ¿Lo subestimaron? No creyeron que de ese modo iba a crear una formidable base de datos capaz de congregar multitudes de inmediato. Ni creyeron, tampoco, que iba a rebasar las estructuras de su partido, sometidas a jerarquías y preceptos súbitamente caducos.

Es la política, superadora de la economía a pesar de la crisis global. Y son el cambio, la versatilidad y la evolución, encarnados en Hillary, su visión de Thatcher y, en forma sorpresiva, los caprichos de su propio destino.



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