Un misil en el placard




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Sin haber aplacado la euforia de la victoria, Obama recibió el primer aviso de Irán

Era presumible que, superadas las elecciones de los Estados Unidos, Mahmoud Ahmadinejad saludara el resultado; en su caso, con misiles en lugar de fuegos artificiales. Era presumible, también, que la sucursal de Al-Qaeda en Irak y el régimen talibán en Afganistán azuzaran a Barack Obama y George W. Bush con un súbito y brutal incremento de los atentados suicidas, de modo de no cejar en su intento de mostrar fortaleza en coyunturas desoladoras. Era presumible, a su vez, que ese triángulo, con vértices en Irán, Irak y Afganistán, procurara capitalizar la agenda del gobierno norteamericano electo, supeditada a la crisis económica y financiera global en la cuenta regresiva del actual gobierno.

En su ocaso, Bush se arrepintió de haber dicho que quería “vivo o muerto” a Osama ben Laden y de haberse apresurado a festejar con el cartel de “misión cumplida” en la espalda, en una visita al portaaviones Abraham Lincoln, en mayo de 2003, el desenlace de la guerra contra Irak.

Nada cambia por la admisión de errores. La sensación de muerte a la vuelta de la esquina dilapida el afán y el dineral invertidos en la “construcción de la democracia y la creación de una sociedad civil” en ese país, vecino de Irán. De él, Obama retirará parte de los efectivos militares para reforzar la tropa en Afganistán. Y Dios dirá.

En medio de la transición presidencial, Ahmadinejad probó con éxito dos misiles. Con uno de esos modelos de fabricación iraní, de persistir en su plan nuclear, podría avanzar en su amenaza de borrar del mapa a Israel y hasta podría alcanzar las bases norteamericanas en el Golfo Pérsico.

Pudo ser una réplica a Israel, más que una insinuación a los Estados Unidos. Poco antes de la definición de las primarias demócratas entre Obama y Hillary Clinton, el gobierno de Ehud Olmert dejó trascender que iba a ser “inevitable atacar a Irán para detener su programa atómico”. Lo dijo el 6 de junio el viceprimer ministro y ministro de Transporte, Shaul Mofaz, nacido en Teherán.

Casi de inmediato, otros miembros del gabinete israelí aclararon que no se trataba de la posición del gobierno en sí, sino de declaraciones inscriptas en el fragor de las inminentes internas del Kadima, el partido oficialista, ganadas por la canciller Tzipi Livni.

Un día antes, más de 100 aviones de combate y helicópteros, guiados por una suerte de aeronave nodriza, demostraron en maniobras militares secretas (secretas, en apariencia) que podían desplazarse en un radio similar a la distancia de los posibles objetivos en Irán y descargar toda su ira contra ellos.

Esos objetivos, de empeñarse Ahmadinejad en obtener la bomba, serían las instalaciones en las que se desarrolla el programa nuclear. Existe un obstáculo, sin embargo: el procedimiento para enriquecer uranio con fines civiles es el mismo que se utiliza para enriquecer uranio con fines bélicos.

De ahí los reparos de la comunidad internacional. De ahí y de la  concepción diferente de la estrategia contra el terrorismo, algo que Bush nunca asimiló: en los Estados Unidos, a la luz de la voladura de las Torres Gemelas, el terrorismo es un enemigo externo; en Europa, a la luz de los atentados en Madrid y Londres, el terrorismo es un enemigo interno.

Más allá de sus fintas, Irán no se apartó del Tratado de No Proliferación, del cual es signatario. Ahmadinejad prueba misiles como el dictador de Corea del Norte, Kim Jong Il. No se pasa de la raya de la  intimidación. Tiene un propósito: negociar. Con Bush no pudo; con Obama quizá pueda. Uno necesita al otro, en realidad.

En Irán habrá elecciones presidenciales el 12 de junio. La economía, sacudida por el declive del precio del petróleo, acusa el impacto de la crisis con inflación y descontento, pero las encuestas, sin candidatos opositores de fuste, sólo pronostican la reelección de Ahmadinejad.

Irán no es más fuerte por mérito propio, sino como consecuencia de los desaciertos de los Estados Unidos, Israel y otros tantos. Su deseo de ser una potencia nuclear tampoco es nueva: data de los años setenta, antes de la era iniciada por el ayatollah Khomeini. El respaldo de los chiítas en el poder a la causa de Al-Qaeda en Irak y a la resistencia del régimen talibán en Afganistán cierra el triángulo de vértices filosos con el cual deberá vérselas Obama apenas suceda a Bush.

Con su disposición al diálogo, al menos con mandatarios en ejercicio, Obama pretende arrancarle a Ahmadinejad un compromiso hasta ahora imposible a pesar de las sanciones y las mediaciones: que suspenda el programa nuclear, como el norcoreano Kim. Eso no garantizará que cese la violencia en Irak y Afganistán, inspirada en razones más nacionalistas que religiosas, pero atenuará la presión de continuar librando dos guerras al mismo tiempo y lidiar con un ultimátum nuclear.

En 2006, Irán notó que Israel, en su ataque masivo contra Hezbollah en el Líbano, no perdió, pero tampoco ganó. Esa debilidad, cual talón de Aquiles, tuvo su correlato en el desgaste del gobierno de Bush, indiferente hacia Medio Oriente.

Superadas las elecciones de los Estados Unidos, Ahmadinejad tiró misiles como si fueran fuegos artificiales sin reparar demasiado en el resultado. Era presumible, desde luego.



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