El talón de Aquiles




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La escalada terrorista coincide con la debilidad de las potencias frente a Rusia

Tras el rechazo irlandés a las reformas institucionales comprendidas en el Tratado de Lisboa, la Unión Europea (UE) quedó groggy. Literalmente, groggy. En el referéndum, celebrado el 12 de junio, pocos decidieron por muchos. El no como resultado, al igual que en Francia y Holanda, tuvo el impacto de un cross en la mandíbula. Hizo besar la lona a la idea de afianzar la unidad del continente. Y, a su vez, bloqueó la posibilidad de articular una política exterior común en un momento crucial. Crucial por el declive relativo de los Estados Unidos; por la crisis de los Balcanes, rubricada con la independencia de Kosovo, y por el plan nuclear de Irán, convencido de haber sido el ganador de la guerra contra Irak.

Crucial, también, por los controvertidos dilemas domésticos de Turquía, por la inestabilidad de Medio Oriente y por la mayor caladura internacional de China y la India. Un mes y monedas antes del referéndum en  Irlanda, el 7 de mayo, el euro festejaba su primera década de vida como segunda divisa de referencia en el planeta frente a un dólar deprimido. La euforia duró casi nada por el alza del precio del petróleo, la inconcebible escasez de los alimentos, la creciente persecución de los inmigrantes sin papeles y la apremiante faz recesiva en la cual iba a ingresar Europa. Poco después, el conflicto del Cáucaso aceleró el retorno de Rusia a las ligas mayores y dejó en evidencia la debilidad de la UE para responder en tiempo y forma a la guerra inminente contra Georgia.

Otra guerra en donde hubo dos grandes guerras mundiales. La falta de una política exterior común detuvo el reloj en 1999, como si la UE, la alianza atlántica (OTAN) y las Naciones Unidas no hubieran aprendido la lección de la represalia contra el gobierno de Slobodan Milosevic por la limpieza étnica en Kosovo. Terciaron, entonces y ahora, los Estados Unidos, con el interés concreto, más ahora que entonces, en instalar en Polonia y la República Checa, satélites de la antigua galaxia soviética, sucursales del sistema de defensa antimisiles con el cual pretenden repeler eventuales ataques de Irán, Corea del Norte o cualquier otro candidato a ser socio activo del “eje del mal”.

Después de un año y medio de negociaciones, Polonia aceptó albergar misiles interceptores. Eso encolerizó aún más a Rusia. Le dio pie para prometer una réplica que no se limitará a la diplomacia. Antes, el 8 de julio, la República Checa había consentido apostar en su territorio un radar cuya misión será detectar misiles enemigos. Ambos convenios, sujetos a la descontada ratificación en los parlamentos, incluyen compromisos de ayuda de los Estados Unidos en casos de amenazas militares. Si las hubiera, Vladimir Putin tendrá mucho que ver con ellas, así como con un virtual corte del suministro de gas y petróleo a los países que transaron con el gobierno de George W. Bush.

En ese delicado dominó, Europa pasó a ser una suerte de ring en el cual sólo sostuvo las cuerdas. En un rincón, los Estados Unidos, y en el otro, Rusia, como en la Guerra Fría. Sin una política exterior común, el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, actuó en nombre de la UE, cuya presidencia ejerce en este período, pero respondió en nombre de las convicciones compartidas con algunos de sus pares. No en nombre de los 27 miembros. ¿Cómo hacerlo sin unidad? El no irlandés no arrasó con las instituciones establecidas, pero restó influencia a los Estados menores, habitualmente arreados por los mayores.

Si Putin decide desplegar misiles en Kaliningrado y aumentar las tropas en Bielorrusia, ¿qué margen de maniobra tiene la UE? Acaso el mismo que en el intento de Bush y Tony Blair de reivindicar la reputación del general Pervez Musharraf, ex presidente de facto de Paquistán, en agradecimiento por haber cerrado la frontera con Afganistán seis días después de la voladura de las Torres Gemelas, por haber cedido su espacio aéreo para el avance de la mayor coalición de la historia contra el régimen talibán en el país vecino y por haber enviado a sospechosos de ser terroristas a Guantánamo.

Con su reciente renuncia, Musharraf eludió el juicio político y la destitución en la Asamblea Nacional de Paquistán tras un proceso doloroso en el cual reprimió al Tribunal Supremo por haber objetado la renovación de su presidencia, destituyó a los jueces no leales a su causa, declaró el estado de emergencia y no evitó el asesinato de la ex primera ministra Benezir Bhutto. En su salida mediaron los Estados Unidos, Gran Bretaña y Arabia Saudita, no la UE.

La caída de Musharraf coincidió con una ráfaga de atentados terroristas en Paquistán, Afganistán, Argelia y Turquía. ¿Pudo haberla alentado la debilidad de la UE, alcanzada en su talón de Aquiles por la impotencia ante la ofensiva de Rusia contra Georgia? La animó. El régimen talibán y las filiales de Al-Qaeda, no coordinados entre sí, no se habían animado a tanta masacre en tan poco tiempo. En su mayor tragedia en 25 años, el ejército francés perdió cerca de Kabul a 10 soldados que estaban a las órdenes de la OTAN.

Ni Rusia ni Putin apañan al régimen talibán ni a Al-Qaeda, pero coinciden en resumir a Occidente en un solo polo: los Estados Unidos. Y en oponerse a sus planes de expansión. Con un presidente en retirada, Bush, y una contraparte sin una política exterior común, la UE, la situación difícilmente cambie. En Paquistán, a la deriva desde la dimisión de Musharraf, y en Afganistán, con una guerra inconclusa, se cebaron los radicales islámicos. En el Cáucaso se cebaron los rusos. No es culpa de los irlandeses por haber rechazado las reformas institucionales comprendidas en el Tratado de Lisboa, sino del estado en el cual quedó la UE. Groggy. Literalmente, groggy.



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