El cruce de los Andes




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En ocasión del referéndum boliviano, Morales recreó el fantasma del imperio

Preguntó el secretario de Defensa de los Estados Unidos, Robert Gates: “¿Qué podemos hacer para colaborar con el Consejo de Defensa de América del Sur?”. Respondió su par brasileño, el ministro Nelson Jobim: “Nada, mantenerse a distancia”. La réplica no sacudió con la fuerza de un vendaval los ventanales del Pentágono, donde se desarrollaba la reunión, pero a punto estuvo de darle un soponcio al anfitrión. No era usual que un país latinoamericano, aunque fuera un coloso como Brasil, rechazara con tanta firmeza una oferta norteamericana.

Enterado del diálogo, Hugo Chávez no vaciló en celebrarlo como un home run  (ama el béisbol) y en contarlo como si se tratara de una proeza similar al cruce de los Andes: “Es eso: déjennos quietos –exclamó–. Y hay que decirlo en todos los aspectos: en lo político, en lo económico y en lo social”. Lo asoció de inmediato con el plan de Bolívar de crear una alianza militar en la región, como él mismo propuso para el Mercosur apenas firmó la solicitud de ingreso.

La OTAN sudamericana, su sueño, parecía hacerse realidad gracias a la respuesta de Jobim a Gates o, en realidad, de Luiz Inacio Lula da Silva a George W. Bush. El rechazo a la oferta de colaboración en el Consejo de Defensa de América del Sur, exagerado por Chávez, no llevó a rearmarse a otros países, como Venezuela, por la inminente reposición de la IV Flota del Comando Sur. En 2005, el establecimiento del puesto de avanzada norteamericano de Mariscal Estigarribia, en el Chaco paraguayo, cerca de Bolivia, también había disparado su afán de protegerse ante la posibilidad de una guerra contra el imperio en defensa del acuífero guaraní (la mayor fuente de agua dulce del mundo) y las reservas gasíferas y petrolíferas de Tarija.

En los otros países de la región, salvo excepciones, continuaron como si nada los ejercicios militares con los Estados Unidos. Chávez, sin embargo, insistió en señalar la intromisión del imperio, prédica constante desde el golpe de Estado por el cual estuvo fuera del Palacio de Miraflores durante 47 horas en 2002. En sintonía con sus prevenciones, el ministro de Asuntos Estratégicos de Brasil, Roberto Mangabeira Unger, reveló que evalúa crear “un escudo de defensa” frente a amenazas externas. Mencionó, entre otros proyectos, la construcción de un submarino nuclear.

Más letra para Chávez, sobre todo después de su reciente renovación de contratos con Rusia para la provisión de un arsenal y de su oferta a Dimitri Medvedev, sucesor de Vladimir Putin, para instalar bases militares en Venezuela en respuesta, o en represalia, por la intención de Bush de desplegar el “escudo antimisiles” en la República Checa y Polonia, piezas de la vieja órbita soviética.

El imperio está al acecho y, “en su desespero”, según Chávez, pone a un país pobre como Bolivia en el umbral de una guerra de secesión y de un golpe de Estado. Esa lectura coincidió, en vísperas del referéndum revocatorio convocado para hoy, con los llamados de Evo Morales a la oposición a “someterse al pueblo, no al imperio”. La coincidencia en el léxico, más allá de los conflictos de cada país con los Estados Unidos, guarda relación con el gran dilema de algunos gobiernos: identificar a la oposición.

En Venezuela, la oposición no dio pie con bola contra Chávez, en especial después del golpe, y quedó atada a intereses económicos o referentes circunstanciales. En Bolivia, otro tanto, con el agravante de referéndums en los cuales los departamentos de la Media Luna andina, Santa Cruz, Beni, Tarija y Pando, decidieron, según Morales, “la independencia y la separación so pretexto de la autonomía”. En la Argentina, figuras individuales, no partidos políticos, capitalizaron el desenlace del conflicto con el campo por las retenciones; antes, en el escándalo desatado por la maleta de Guido Antonini Wilson, el imperio también había hecho de las suyas.

La maldad externa suele ser una excelente coartada para el repliegue interno. Sin una invasión latente, ¿qué presidente puede dilapidar fortunas en armas de dudosa utilidad? Es el caso de Venezuela. Si un sector, por egoísmo o xenofobia, se resiste a reformas que contemplan la redistribución de la riqueza sin consenso alguno, más allá del resultado de las elecciones, ¿qué mandatario puede aplicarlas sin la repulsa de los perjudicados? Es el caso de Bolivia.

En América latina, el termómetro no mide debates, sino votos. Y los votos son más por la reprobación que por la aprobación de iniciativas. Es parte de la cultura autoritaria. De ahí, en algunos países, la sucesión de referéndums y  elecciones. Los brotes de violencia en Bolivia, así como la derrota de Chávez en el referéndum constitucional con el cual pretendía perpetuarse en el gobierno, reflejan la dispersión del discurso de una oposición que, sin la base y la contención de partidos políticos consolidados, no puede aprovechar su caudal electoral, si lo tiene, porque, en ocasiones, nace y muere con el rechazo a un asunto específico.

La trampa que tienden los gobiernos que se enfrentan a ella consiste en involucrar al imperio, siempre listo para resquebrajar la sólida hermandad latinoamericana y para llenar de piedras el camino hacia la refundación de algunos países y la integración regional.

La respuesta de Jobim a Gates, aplaudida por Chávez, sentó un precedente: Brasil, cada vez más cerca de jugar en las grandes ligas, aceptó el reto de liderar la región y, por ello, prescinde de los Estados Unidos; en esa actitud, Chávez encontró una razón para denunciar el interés externo de dividir para reinar con el respaldo de la oligarquía y los “lacayos del imperio”. No pudo elegir mejor momento, acaso el peor del imperio.



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