El sabor del reencuentro




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El país de Ingrid tiene un raro hábito: figurar entre los más felices del mundo

Le preguntaron a Bernard Shaw si realmente creía que el Espíritu Santo había redactado la Biblia. “No sólo la Biblia, sino todos los libros que vale la pena releer”, respondió.

La anécdota, narrada en 1963 por Borges en el auditorio de la Universidad de Antioquia, equivale a la versión del presidente de Colombia, Álvaro Uribe, casualmente ex gobernador de Antioquia, sobre el rescate de Ingrid Betancourt: “El operativo tuvo la luz del Espíritu Santo y la protección de nuestro Señor y de la Virgen en todas sus expresiones”.

Tantas invocaciones divinas son habituales en la tierra de Juan Valdez. En algo han de creer los colombianos para ser los más felices del mundo a pesar de las circunstancias. En algo han de creer para estar al tope de la World Database of Happiness (base de datos mundial de la felicidad), de la Universidad Erasmus de Rotterdam, Holanda, y para mantenerse en el tercer lugar del índice de países más felices del planeta del Instituto de Investigación Social de la Universidad de Michigan, Estados Unidos, después de Dinamarca y Puerto Rico. Es harina de otro costal, pero en algo no hemos de creer los argentinos para estar casi 30 escalones debajo de Colombia entre un centenar de países auscultados.

En Colombia no sólo la felicidad, sino, también, la confianza creció en forma sostenida en los últimos años. ¿Es obra de Uribe? Contribuyó, sin duda. O, en realidad, acompañó la evolución de la sociedad. Alcanzó la presidencia en 2002, el año del secuestro de Ingrid en San Vicente del Caguán. Ese pueblo, enclavado en el sur colombiano, había sido la cabecera de la zona de despeje cedida a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para entablar los diálogos de paz durante el gobierno de Andrés Pastrana.

Le desaconsejaron que fuera. Ella, entonces candidata presidencial por el Partido Verde Oxígeno, asumió el riesgo, al igual que su compañera de fórmula, Clara Rojas, la mamá de Emmanuel, nacido en cautiverio. Las secuestraron a ambas. Tres días antes, el 20 de febrero de 2002, las negociaciones habían quedado truncas.

En ese año, el promedio de secuestros era de seis personas por día. De 25.000 guerrilleros, 19.000 pertenecían a las FARC. Los paramilitares, ahora desarticulados, eran 18.000. La gente de a pie, temerosa de ser secuestrada, disponía de 80.000 guardaespaldas y 150.000 empleados de compañías de vigilancia, pero, por su seguridad, pagaba la vacuna (impuesto revolucionario). En Colombia, considerado uno de los cinco países más corruptos, se cometían más de la mitad de los atentados terroristas del planeta. El 80 por ciento de la cocaína y las dos terceras partes de la heroína que consumían los norteamericanos provenía de allí. Había 2,7 millones de niños que no iban al colegio y 25.000 sometidos a la prostitución.

En el anuario de competitividad mundial de 2002, Colombia se veía mal. O se veía peor: peor en imagen externa, peor en fuga de cerebros, peor en desempleo, peor en administración de justicia y peor en investigación básica. No parecía tener futuro un país en el cual el 88 por ciento de los niños, de ocho a 15 años, temía que alguna noche sus padres no regresaran y en el cual las madres, en señal de protesta, se rehusaban a amamantar a sus hijos por temor a que fueran reclutados para la guerra. Frente a un panorama tan desgarrador, descripto de ese modo por la Fundación Yo creo en Colombia, ¿qué sociedad podría declararse dichosa?

La procesión iba por dentro. En 1999, millones de colombianos se ufanaban de haber realizado la marcha contra la guerra más grande de la historia. Fuera cierto o no, la consigna era dejar de ser indiferentes y apreciar el lado prometedor de las cosas. En eso influyeron los mensajes positivos en respuesta a los negativos: en el mundo, el terruño de Gabo, Botero, Shakira y científicos como Andrés Jaramillo era el primer productor de esmeraldas, claveles, papas y machetes laminados; el segundo de moras; el tercero de café y banana, y el cuarto  de carbón y aceite de palma.

En Colombia, siempre al borde de ser tildado de Estado fallido, se inventaron la plancha de gas, la válvula de Hakim (sirve para controlar los niveles de compresión en los ventrículos cerebrales) y el marcapasos. Y así sucesivamente hasta exaltar el privilegio de vivir en Bogotá, aunque fuera una ciudad insegura, con la premisa de destacar “aquello que nos hace especiales”. De ese país en evolución, y en ebullición, Ingrid se perdió más de seis años.

De la selva regresó ella y un símbolo. El símbolo de aquello con lo cual los colombianos quieren romper definitivamente. La sociedad cambió. Ingrid dejó un país y volvió a otro. Esa resuelta transformación, coronada con la elección en 2002 del primer presidente independiente, desertor del Partido Liberal y desentendido del Partido Conservador, se trasladó a la política, más allá de fenómenos tan frecuentes y lamentables en América latina como la fiebre reeleccionista, de la cual Uribe no es ajeno, y las sospechas de corrupción, de las cuales Colombia tampoco es ajena.

En algo han de creer los colombianos, sin embargo, para conservar, y regar, la felicidad. En los últimos años experimentaron notables avances en varios órdenes. El dinero ayuda, pero no es todo. Países con ingresos bajos como la India y China tuvieron un notable crecimiento económico; otros, con regímenes autoritarios, establecieron democracias. La tolerancia influyó en todos ellos para sofocar los malos ratos.

Si Borges hubiera estado en Colombia, como hace 45 años, habría entendido mejor que nadie el vigoroso y sorprendente temple de Ingrid después de haber penado 2323 días bajo el yugo de las FARC. Creyó siempre en lo que han que de creer los colombianos para ser tan felices y, como ella misma dijo, regresar al “paraíso”.



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