Barajar y dar de nuevo




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La cruda realidad: el mundo gasta casi 190 veces más en armas que en comida

Si el planeta interrumpiera por un año el gasto militar, cada uno de sus 6600 millones de habitantes podría recibir, o ahorrarse, unos 200 dólares. Es una utopía, pero no estaría mal.

Sólo en 2007, los gobiernos desembolsaron en armas 1,27 billones de dólares. Ese monto astronómico, equivalente al 2,5 por ciento del producto bruto interno mundial, supone 190 veces más que la ayuda mendigada por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) a la comunidad internacional: 6750 millones de dólares para paliar la hambruna de 854 millones de personas.

África es el continente más pobre; América, el más desigual. ¿Es más urgente aliviar la pobreza o aplacar la desigualdad? El alivio de la pobreza en China y la India no aplacó la desigualdad.

En los Estados Unidos, la clase media todavía no recuperó el ingreso real que tenía antes de la recesión de 1991. Los ejecutivos top de las 500 compañías inscriptas en el índice Standard & Poors, empero, se aumentaron un 3,5 por ciento sus salarios en 2007 a pesar de las pérdidas y de la reducción de beneficios de los accionistas.

No se dispara de ese modo la pobreza, sino la desigualdad. En África y en América, afectados como todo el mundo por la carestía del petróleo y de los alimentos, ascendió el gasto militar.

La carrera armamentista, según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz (Sipri, por sus siglas en inglés), no encuentra obstáculos en el camino: las operaciones crecieron un seis por ciento en 2007 respecto del año anterior. Los Estados Unidos facturaron el 45 por ciento, seguidos, de lejos, por el Reino Unido, China, Francia, Japón y Alemania.

Influyeron las guerras en Irak y en Afganistán; la inestabilidad en algunas regiones, como Medio Oriente y Darfur; 14 conflictos armados, y 61 operaciones de paz, así como el incremento de los presupuestos de defensa.

Influyó, también, el afán nuclear de Irán. Hace unos años, Bahrein, Egipto, Jordania, Kuwait, Omán, Qatar, Arabia Saudita, Turquía, Yemen y los Emiratos Arabes Unidos no tenían planes para desarrollar ese tipo de energía.

Sin el aparente propósito de fabricar la bomba, como Mahmoud Ahmadinejad, esos Estados transmitieron al Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), en Viena, su interés en crear un sistema regional de reactores. Bajo la promesa de respetar el Tratado de No Proliferación, Brasil también se apuntó en la lista: se impuso abastecer sus centrales nucleares en 2018.

Sólo ocho países (los Estados Unidos, Rusia, el Reino Unido, Francia, China, la India, Paquistán e Israel) poseen casi 10.200 armas nucleares, según el Sipri, con sede en Estocolmo. El club, en principio, no acepta nuevos socios. Menos aún uno que, como Irán, pretende “borrar del mapa” a otro, Israel.

En una década, el gasto militar del planeta trepó un 45 por ciento. No sorprende entonces que el foro mundial sobre seguridad alimentaria, realizado en Roma, decepcionara por la escasa voluntad de los mandatarios para salir de agujero interior y admitir que, con un cóctel tan explosivo y contradictorio como la inversión volcada en armas y subsidios agrícolas, el reparto no dejará de ser inequitativo, como ocurre desde el primer mes de enero.

El aumento del precio del petróleo y de los alimentos, causante de diversas revueltas, creó un nuevo desafío. Ese nuevo desafío no se supera con las donaciones esporádicas ni con la prédica de aumentar la producción agrícola en un 50 por ciento desde ahora hasta 2030, sino con un cambio drástico de las prioridades.

En los Objetivos de Desarrollo del Milenio, trazados por las Naciones Unidas en 2000, figura una en particular: erradicar la pobreza extrema y el hambre en 2015. En un mundo tan desparejo y competitivo, difícilmente pueda cumplirse en tiempo y forma.

La brecha entre ricos y pobres, madre de la desigualdad, se ahonda más y más. El declive de las clases sociales, a su vez, se traslada a los partidos políticos, esenciales para la democracia.

Sin proletariado ni burguesía, sucedidos por una clase media anclada entre una élite demasiado rica y una multitud demasiado pobre, las organizaciones dejaron de ser duraderas. De ahí los fenómenos populistas como Berlusconi y Chávez, surgidos de los arrabales de la política.

En estas circunstancias, curiosamente, un 87 por ciento de los norteamericanos no quiere ser rico, según una reveladora encuesta del Pew Research Center, de Washington. La mayoría de ellos, definidos a sí mismos como miembros de la clase media, aunque algunos no lleguen a fin de mes, desaprueba que los ricos sean cada vez más ricos y que los pobres sean cada vez más pobres.

Es lo que hay. Como el excesivo gasto militar, justificado en los Estados Unidos y otros países por los atentados terroristas contra sus territorios.

El planeta, acechado por la inflación, el desabastecimiento, los calores, las inundaciones,  los tsunamis y otras catástrofes, produce un diez por ciento más de los alimentos que consume. En el reparto, pocos reciben mucho y muchos reciben poco. Y se nota. Tanto, quizá, como la nula disposición de los que mandan para barajar, dar de nuevo y evitar asistencia perfecta en nuestros propios funerales.



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