La última cena




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¿Por qué los mandatarios extranjeros omiten el país cuando recorren la región?

Cada año, en todo el planeta, 60 millones de personas se radican en zonas urbanas; es una multitud equivalente a las poblaciones íntegras de la Argentina, Uruguay y Chile. En las ciudades reside desde 2008, por primera vez en la historia, más de la mitad de la población mundial, 3300 millones de personas. Y esto apenas empieza: en 2030 serán 5000 millones.

El fenómeno es proporcional a la necesidad: el éxodo de las zonas apartadas crece por falta de oportunidades, sobre todo en los países en desarrollo. Y establece, por imprevisión de los gobiernos, apremiantes bolsones de pobreza.

En los residentes urbanos menos favorecidos, dispersos en barriadas distantes y diferentes del planeta, impacta con más saña que en otros sectores el alza global del precio de los alimentos, de más del 80 por ciento en tres años. El tsunami silencioso, como acertó en definirlo Josette Sheeran, directora ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas, amenaza con crear de golpe y porrazo, en 37 países, una inquietante legión de 100 millones de nuevos pobres; es una multitud equivalente a la población íntegra de México.

La magnitud de la tragedia es formidable. Mil millones de personas, de las cuales 600 millones viven por debajo de la línea de la pobreza con menos de un dólar por día, están en riesgo. En las ciudades, el tsunami silencioso comenzó a hacer ruido en revueltas que tuvieron un angustiante denominador común: el hambre. El hambre, precisamente, provocó en Haití seis muertos, más de 200 heridos y la renuncia del primer ministro Jacques Edouard Alexis, sucedido por Eric Pierre. El hambre se cobró, de ese modo, su primera víctima política.

Las revueltas, no coordinadas ni calculadas, dejaron un tendal de muertos en Senegal, Camerún, Costa de Marfil, Egipto y Mozambique, entre los países más expuestos (21 de África, 10 de Asia, cinco de América latina y uno, Moldavia, de Europa). No se trata de una crisis coyuntural, sino estructural. Vino para quedarse, atraída por el encarecimiento del petróleo; el uso de alimentos para hacer biocombustibles, alentado por los Estados Unidos y Europa; las sequías y las inundaciones en regiones productoras; las medidas proteccionistas para limitar las exportaciones; el aumento de la población, y el cambio en los hábitos de consumo.

La prosperidad y la globalización llevaron a los chinos y los indios a probar leche y carne de vaca. Les gustó. El aumento de la demanda, frente a una oferta reducida, ejerció una fuerte presión en los stocks mundiales de soja (“ese yuyito”) y cereales. Menudo cóctel, capaz de alterar los modelos de alimentación, coronado con una pésima distribución del ingreso. En estas circunstancias, ¿cuánto durarán las donaciones por 2500 millones de dólares que pidió a la comunidad internacional el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon? Serán para atajar la crisis, no más.

¿Quién pagará los platos rotos y, por desgracia, vacíos? El relator especial de Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación, Jean Ziegler, tildó de aberrantes las políticas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Mundial del Comercio (OMC) por haber alentado el desarrollo de cultivos de exportación para reducir la deuda externa de varios países en detrimento de las agriculturas de subsistencia. Moraleja: nadie pagará los platos rotos, y vacíos, ni asumirá la responsabilidad del hambre y sus secuelas.

En Japón, habitualmente comparado con la Argentina por haber hecho todo sin tener nada, se obtenían 600 kilos de arroz por hectárea en el año 600. En 1870, merced a las mejoras en el sistema de riego, el rendimiento alcanzó los 2700 kilos. A fines del siglo pasado, la producción rondaba los 6000 kilos por hectárea: 10 veces más que 1400 años antes. Laos, Camboya, Bangladesh, Myanmar (ex Birmania) y Tailandia arañaban en 2000 los 1400 kilos por hectárea; es el equivalente de Japón en el año 900.

El tsunami silencioso coincide con el financiero y el energético. Y, a su vez, el cambio climático engendra sus propios tsunamis: sequías, inundaciones, tormentas y erosión. Los grandes productores prohibieron las exportaciones. Y aumentaron los precios.

En Le million, película francesa ambientada en la Gran Depresión de la década del treinta, dos granjeros beben vino de Burdeos en un restaurante. Uno de ellos pide l’addition (la cuenta). No paga con dinero, sino con un pollo. El camarero regresa con el cambio: dos huevos. Le quedará uno de pourboire (propina). La escena, acaso disparatada, tuvo su correlato en multinacionales que, en momentos de crisis, cobraron sus deudas en especie a Estados quebrados.

En medio del desierto, ¿es más importante un vaso de agua o un millón de dólares? Cada noche, en todo el planeta, 850 millones de personas intentan conciliar el sueño sin haber probado bocado; es una multitud equivalente a la población íntegra del continente americano, de Alaska a Tierra del Fuego. De ellos, cada día, 25.000 mueren de hambre; corren la misma suerte, cada minuto, 11 chicos menores de cinco años. Como la sed en el desierto, el tsunami silencioso no perdona. A nadie. Por fortuna, Dios es argentino.



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