Sin lugar para los débiles




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La crisis a tres bandas por la muerte de Raúl Reyes robusteció a los presidentes

Entonces, como el capataz de una obra en construcción (¿o de teatro?), Hugo Chávez exclamó: “Señor ministro de Defensa: muévame 10 batallones hacia la frontera con Colombia. ¡De inmediato!”. Eufórico, el compañero Fidel se precipitó en el andamio: “Se escuchan con fuerza en el sur de nuestro continente las trompetas de la guerra”. El albañil del “chavismo a la ecuatoriana”, Rafael Correa, aceptó las razones de Álvaro Uribe, primero, y rebatió sus disculpas, después. Colocó el último ladrillo el camarada Daniel Ortega con la ruptura de las relaciones diplomáticas de Nicaragua con Colombia.

Era una disputa bilateral por la muerte de Raúl Reyes y otros alias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), abatidos en suelo ecuatoriano. Ortega no quiso ser indiferente con Correa. Menos aún Chávez, compinche de ambos: halló la oportunidad de resarcirse del áspero final de su papel de mediador para la liberación de secuestrados por las FARC, dispuesto por Uribe. Lo hizo con un pomposo envío de tropas hacia la frontera con Colombia, ordenado con tono de capataz y actitud de caudillo.

En 1999, vana había sido su oferta de terciar en el conflicto colombiano tras recibir una carta del líder de las FARC, Tirofijo; la rechazó Andrés Pastrana, su par en aquel momento. Esta vez, con su descarado afán de convencer a la comunidad internacional de la conveniencia de apiadarse de esos santos varones beligerantes, aparentemente mal llamados terroristas y narcotraficantes, dilapidó la confianza depositada en él. Y, con una intromisión verbal nunca comparable con la incursión militar de Colombia en Ecuador, creó serias sospechas. Tan serias que, con sus ráfagas de esmerados vituperios contra Uribe (“lacayo del imperio, mafioso, criminal y paramilitar”), emprendió un camino sin retorno cuyo rédito, como en otras ocasiones, pudo ser de consumo interno. No por ello desdeñable.

En la muerte de Reyes, recordado con un piadoso minuto de silencio en Caracas por haber sido “un buen revolucionario”, encontró Chávez un espléndido pretexto para galvanizar a los suyos tras el injusto rechazo a su modesta ambición de ser reelegido in aeternum, prevista en la reforma constitucional reprobada el 2 de diciembre de 2007, y aplacar el malhumor popular por la inflación, el desabastecimiento y la inseguridad. Minucias en vísperas de una epopeya.

Uribe obró mal; debió haber pedido autorización al gobierno de Ecuador para perseguir a las FARC en su territorio. En Colombia, más allá del temor de los familiares de los secuestrados a represalias contra los suyos, obtuvo un beneficio político que tal vez vigorice la hipótesis de su re-reelección en 2010, impulsada con ansiedad por el Polo Democrático. Otra epopeya.

Correa, al comienzo conciliador como buen egresado de Harvard, creyó que unos cuantos gritos y la expulsión del embajador de Colombia en Quito podían contribuir a aumentar su popularidad, apuntalar a Chávez y dañar a Uribe.

Las excusas de Uribe no alcanzaron. Correa, empero, no habló sólo por Chávez, sino, también, en defensa propia: la mención en una de las computadoras incautadas a las FARC del cónclave secreto que mantuvo Reyes con el ministro de Seguridad de Ecuador, Gustavo Larrea, podía socavar los cimientos de su presidencia.

Los datos obtenidos de las computadoras señalaron la ruta hacia la captura en un lujoso hotel de Bangkok del traficante de armas más buscado del mundo, Victor Bout, acusado de comerciar con Al-Qaeda, el régimen talibán y las FARC; su vida inspiró la película El señor de la guerra, interpretada por Nicolas Cage. ¿Por qué no iban a señalar la ruta hacia la Corte Penal Internacional de La Haya, donde Uribe prometió demandar a Chávez por patrocinio y financiación de genocidas? Iba a hacerlo, pero, finalmente,  desistió.

Coincide Correa con Chávez en la necesidad de conceder a las FARC el estatus light de beligerante. Iba a mantener una reunión con la plana mayor de la organización en Quito. De ahí el encuentro de Reyes, con el ministro Larrea. Y de ahí la presunción de Uribe: su par ecuatoriano había violado tratados internacionales por haber tomado partido, sin permiso, en el conflicto colombiano. ¿Luz verde para extender la guerra interna allende la frontera con Ecuador, cual revival de la ominosa Operación Cóndor o copia de las operaciones cinematográficas de la CIA? No, pero sí. Sin proponérselo, el ejército ilegal de Tirofijo alcanzó su mayor objetivo: desestabilizar la región andina. Al menos, hasta los apretones de manos entre Uribe, Correa y Chávez con los cuales terminó la obra. En ella, cada uno puso una de cal y otra de arena y, en el reparto, percibió su dividendo político.

Poco antes, la resolución aprobada por el Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos (OEA) no condenó la incursión de Colombia en Ecuador, pero advirtió sobre el principio de inviolabilidad de la soberanía y la integridad de los Estados. Resultó ser entonces un sedante, recetado por Lula, en medio de la guerra de nervios desatada por la intromisión. No una, sino varias, en realidad: de Colombia en Ecuador para matar a Reyes y compañía; de Chávez en Colombia para afianzarse a sí mismo, respaldar a Correa y escarmentar a Uribe, y del compañero Fidel en la crisis a tres bandas, con sus “trompetas de la guerra”, para no caerse del andamio. Telón.

 



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