Entradas agotadas




Getting your Trinity Audio player ready...

El gran debate político en la Unión Europea es cómo controlar la inmigración

En 2006, el ex canciller británico Jack Straw mostró inquietud por el uso del nijab  (velo que oculta la cabeza y parte del rostro de las mujeres musulmanas). No mostró inquietud por el hábito en sí, sujeto a discusión en colegios y universidades de Europa, sino por la contrariedad que supone entablar un diálogo más o menos razonable con una persona a la cual uno apenas puede adivinarle las facciones y verle los ojos. El ejemplo, banal, casi frívolo, entrañaba un asunto de mayor relevancia: el contraste entre encerrarse en uno mismo o confiar en los demás. En realidad, la ventaja de vivir en una comunidad en lugar de vivir en un gueto.

El uso del nijab, prohibido en los institutos educativos de Francia y en algunos de Bélgica por su aparente carácter religioso, no es un precepto del Corán, sino una elección de cada mujer o, en ocasiones, un capricho del marido. En una sociedad como la británica, dominada por lógicos recelos desde los atentados de 2005, la guerra contra Irak y el conflicto de Medio Oriente contribuyeron a la radicalización de jóvenes musulmanes que, por más que sean nativos, se sienten extranjeros, como los hijos de inmigrantes en los suburbios de París.

El ejemplo utilizado por Straw pretendió ser una recomendación para evitar aquello que los moderados adjudican a la ultraderecha: la islamofobia (miedo al Islam). El miedo es el común denominador entre unos y otros. El inmigrante, si es ilegal, teme ser deportado; el residente, sea originario o no, teme ser asaltado, violado o asesinado por esa horda de paquis, sudacas, chinos o negros que destiñe el vecindario.

Si fuera por el Frente Nacional de Francia, el engañoso Partido Liberal de Austria, el Partido Nacional Británico y el Vlaams Belang de Bélgica, entre otros sellos de matriz xenófoba, la solución debería ser drástica: cerrar a cal y canto las fronteras y prohibirles el ingreso. Si fuera por los otros, la solución debería ser conciliadora: aceptar el multiculturalismo cual repelente contra la segregación. ¿Existe un término medio?

En los inmigrantes ven un riesgo inminente no sólo los radicales de derecha como Jean-Marie Le Pen, condenado a prisión sin cumplimiento por haber negado la brutalidad del régimen nazi en Francia, sino, también, fuerzas moderadas que, a tono con los reparos de la gente de a pie, deben refrenar los ímpetus para no caer en las exageraciones corrientes, como el apremiante final de las naciones, la brutal imposición del estilo de vida talibán y la cercana conversión de Europa en Eurabia. Eso, si de musulmanes se trata.

Sin caer en la paranoia, el candidato presidencial por el Partido Popular de España, Mariano Rajoy, prometió que, de ganar las elecciones, hará firmar a los inmigrantes un contrato de integración por el cual dispondrán de los mismos derechos que los españoles, pero deberán comprometerse a cumplir con las leyes, aprender la lengua y respetar las costumbres.

Nada nuevo bajo el sol: copió la norma que impulsó el actual presidente de Francia, Nicolas Sarkosy, en 2004; entonces era ministro del Interior. E imitó el programa de Convergència i Unió, la federación de partidos nacionalistas de centro que gobernó Cataluña entre 1980 y 2003. El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero tachó de xenófoba la propuesta de Rajoy, pero más de la mitad de los españoles se pronunció a favor de ella. Poco después, la canciller alemana, Angela Merkel, acordó con él un contrato de integración europeo.

Desde 2001, el miedo a la inmigración se codea con el miedo al terrorismo, yerno del narcotráfico y del crimen organizado. En la Unión Europea rige el espacio Schengen, de supresión de las fronteras internas. Una persona admitida en cualquier país puede circular libremente por el territorio. Está en estudio el uso de controles biométricos y de una tarjeta azul que, como la green card (tarjeta verde) norteamericana, sea un permiso de trabajo y de residencia.

Está en estudio, pero no hay prisa. En el año 2050, Alemania e Italia, así como Rusia y Japón, tendrán más ancianos que adolescentes; necesitarán mano de obra extranjera para compensar el déficit de natalidad. En los países menos desarrollados, como Afganistán, Burkina Faso, Burundi, Congo y Mali, la población se duplicará o, incluso, se triplicará.

Crecerá, también, la expectativa de vida, pero, probablemente, la persona que nazca en alguno de esos países viva menos que un europeo. En eso influye la suerte, no la virtud. Por la suerte, a veces, merece la pena saltar una valla o aventurarse en una patera. Nadie deja todo, terruño y familia, y se vale de  mafiosos que cobran fortunas por cruzar fronteras sólo para incomodar a Le Pen y la ultraderecha europea. La prosperidad atrae como un imán, por más que las entradas estén agotadas.

El inmigrante ilegal, sobre todo si procede de un país subdesarrollado, suele ser sospechoso hasta de los ruidos molestos. Quizá, porque luce y habla diferente, reacio a integrarse a un hábitat que, por aprensión, no hace suyo. Entre muros, o debajo del nijab, no sopla el viento y cunde la desconfianza. Cunde la desconfianza mutua, suegra del miedo.



Be the first to comment

Enlaces y comentarios

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.