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Nunca hubo mejores condiciones para la integración regional y, a la vez, nunca hubo tantos enconos capaces de trabarla

Dos amigos observan a una mujer. Dice uno: “Tú la ves descansando sobre el brazo de aquel hombre. Sólo que ayer descansaba así sobre el mío”. Replica el otro: “Y mañana se posará sobre el mío”. Dice uno: “Mírala sentada junto a él. Fue sólo ayer que se sentaba junto a mí”. Replica el otro: “Mañana se sentará a mi lado”. Y así, mientras la mujer bebe de la copa de su pareja, contempla su rostro y susurra a sus oídos, uno memora el pasado y el otro vislumbra el futuro con ella. Hasta que uno concluye que esa mujer es extraña. Replica entonces el otro: “Ella es como la vida, poseída por todos los hombres; y como la muerte, conquista a todos los hombres; y como la eternidad, envuelve a todos los hombres”.

¿Es América latina como la mujer descripta por Gibrán Jalil Gibrán en el cuento Ayer, hoy y mañana? Es, al menos, como la vida y la globalización, poseída por todos los hombres y todos los países. Es una mujer extraña, sin embargo. Una mujer golpeada. No por su pareja pretérita ni por la actual. Es una mujer golpeada a sí misma mientras uno, los Estados Unidos, recuerda  los mimos de ayer y el otro, España, imagina la dicha de mañana. De ahí, después de la XVII Cumbre Iberoamericana, el afán de consolidar una identidad. ¿Una identidad iberoamericana en la cual no existan fronteras ni diferencias con España y Portugal, puertas de entrada en Europa?

En los dos siglos de independencia de algunos de sus países, América latina nunca supo fraguar vínculos perennes. Ni dentro ni fuera. Todos los intentos de integración regional, más allá de los avances que pudo haber en la materia, siempre quedaron a expensas de los gobiernos de turno, fueran democráticos o dictatoriales. El espejo de la Unión Europea distorsiona, sobre todo si uno pretende compararse con ella.

¿Cómo formó un club de 27 países, quizá más desiguales y diferentes que los latinoamericanos, a partir de la producción común de acero y carbón entre Francia y Alemania? ¿Cómo lo hicieron, primero entre seis países sin siquiera una lengua en común y otra no muy diferente, valores agregados de América latina? ¿Cómo lo hicieron en poco más de 50 años después de los estragos humanos y materiales provocados en su territorio por la Segunda Guerra Mundial?

En América latina hubo regímenes autoritarios, guerras civiles, pobreza y hambrunas. La democracia, recuperada en forma paulatina en las últimas dos décadas del siglo XX, emparejó a la mayoría de los países, al menos sus códigos de convivencia. En los noventa hubo una tendencia, seguida a rajatabla por casi todos, hacia la reforma de la economía, la venta de capitales estatales ociosos y la exaltación del libre comercio. Las crisis interrumpieron políticas y tumbaron gobiernos, pero no modificaron sustancialmente la mentalidad de la gente y sus dirigentes, inmersos en la globalización.

Creció la desigualdad, no obstante ello. Creció en todo el mundo, en realidad. En América latina, empero, hubo un aumento fenomenal de la economía. Ese factor, sumado a una democracia cada vez más cotidiana más allá de que en algunos países sea pura rutina electoral, debió fomentar la integración. Y no. No la fomentó ni la presunta afinidad ideológica de muchos presidentes.

Pocas veces, como desde la IV Cumbre de las Américas, realizada en noviembre de 2005 en Mar del Plata, tantos presidentes estuvieron peleados entre sí. Peleados y, en determinados casos, al borde de la ruptura de las relaciones bilaterales.

Es curioso: están más peleados los presidentes de países que comparten fronteras, como la Argentina y Uruguay, que otros que se encuentran más lejos, como la Argentina y Venezuela. La cercanía geográfica y los códigos compartidos no favorecieron la integración. Entre países vecinos hubo más roces que entre países distantes. Entre la Argentina y Uruguay, por las pasteras; entre Chile y Perú, por los límites; entre otros, por las migraciones como causantes de la pobreza y la desigualdad.

Cien años de soledad depararon a América latina una visión distante y desconfiada de sí misma y de otras regiones. Que los Estados Unidos tengan mala imagen no es nuevo: sólo en América Central cosecharon adeptos incondicionales. En el resto del continente, como sucede en otras latitudes, primaron  siempre reparos ante la posibilidad de ir detrás de la zanahoria. Ni Francia, liberada por ellos de la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial, mantuvo un alineamiento automático por gratitud o sumisión.

En pasado y en futuro, dos amigos pueden observar a una mujer con diferentes ojos. O pueden apreciar en ella aquello que uno añora y el otro espera sin certeza alguna de que ella sea la misma de ayer ni vaya a ser la misma mañana. Con las mujeres nunca se sabe, por cierto. Con América latina, tampoco.

¿Quién iba a pensar que, con un barril de petróleo a casi 100 dólares, Hugo Chávez, al cual el rey Juan Carlos de España dio un puñetazo en el estómago cuando se conocieron porque “a ti te gustan los golpes, ¿no?”, iba a convertirse en un factor de desunión permanente tanto por sus desplantes hacia fuera como por su política doméstica?

La tendencia general de los gobiernos latinoamericanos apunta al ensimismamiento y la individualidad. El principio de no intromisión rigió durante décadas las relaciones entre sus países. Si no, no hubiéramos tenido dictaduras militares en el Cono Sur ni Cuba hubiera sido un régimen comunista absurdamente marginado por los Estados Unidos con su bloqueo comercial. Si no, Chávez no hubiera sido víctima de un golpe de Estado, celebrado con silencios por los Estados Unidos de George W. Bush y la España de José María Aznar, ni la Argentina hubiera sufrido sin anestesia la peor crisis política, económica e institucional de su historia. Si no, Brasil, en lugar del rey Juan Carlos de España, hubiera terciado por el diferendo entre la Argentina y Uruguay por las pasteras.

¿Qué identidad iberoamericana pueden tener países que no asumen, a diferencia de los europeos, su propia identidad regional? En algún momento confiamos en uniones aduaneras que iban a sellar bloques  económicos y políticos de magnitud.

El Mercosur, dividido entre grandes y chicos en su seno, lejos estuvo de intervenir en los diferendos entre sus miembros. La Comunidad Andina de Naciones (CAN) quedó a merced de los humores de Chávez: que me voy, que me quedo, que no sé. Y otras expresiones regionales como la Unión de Naciones Sudamericanas, precoz sucesora de la Comunidad Sudamericana de Naciones, volaron tan alto en sus propósitos que no alcanzaron a despegar los pies del suelo.

Dos amigos que observan a una mujer nunca verán a la misma mujer, sobre todo si uno memora los mimos de ayer y el otro vislumbra la dicha de mañana. Ayer, hoy y mañana, como en el cuento de Gibrán, nunca son iguales. Tampoco la mujer. Esa mujer que, por respeto al género, merece pintarse a sí misma en lugar de estar sujeta a las miradas y las expectativas ajenas.



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