Rebajas de fin de temporada




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Mientras los demócratas buscan la salida, Bush promete un retorno gradual de tropas que no apacigua las iras contra él

Desde 1982 primó la fórmula Galtieri: un dictador derrotado en una guerra caía por peso propio, así como su gobierno, y abría la puerta de la democracia. Esa máxima, incorporada como advertencia en represalias contra dictaduras de todo grupo y factor, se repitió en 1999 con Slobodan Milosevic, el gobierno serbio y la antigua Yugoslavia. Cuatro años después, un ejército invasor tumbó al régimen de Irak y, en unos meses, apresó a su líder, Saddam Hussein. Lo ahorcaron sus compatriotas, cultores de la pena de muerte ante  la pasividad de una potencia ocupante que admite, en la mayoría de sus Estados, ese tipo de condena.

Si la guerra contra Irak hubiera terminado el 1° de mayo de 2003, como proclamó George W. Bush desde la cubierta del portaaviones USS Lincoln con la frase “Mission acomplished! (¡Misión cumplida!)”, las tropas norteamericanas habrían vuelto a casa. Y santo remedio. No habría sido necesario que, cuatro años y dos elecciones después, un general de cinco estrellas, David Petraeus, jefe de las tropas en Irak, derrapara en su vano intento de dar certezas sobre la conveniencia de mantener el contingente militar en un país que debe la inseguridad a la falta de un plan B entre quienes creyeron que, como después de la Guerra de Malvinas, la caída del dictador abría de inmediato la puerta de la democracia.

–General, ¿esta estrategia hará más seguros a los Estados Unidos? –increpó el senador demócrata John Warner a Petraeus.

–Es el mejor camino para alcanzar nuestras metas en Irak.

–Insisto: ¿hará más seguros a los Estados Unidos?

–La verdad… –respondió Petraeus, vacilante–. No lo sé.

–Esto es inaceptable para mí y para el pueblo norteamericano –terció otro senador demócrata, Harry Reid, indignado.

En su comparecencia, Petraeus dejó en claro que dudaba de todo, hasta de la propuesta de reducir las tropas de 160.000 a 130.000 efectivos en el verano boreal de 2008. En coincidencia, en realidad, con las elecciones presidenciales. No convenció a los demócratas. Su plan, el C, el W o el Z, contemplaba una marcha atrás respecto de enero, cuando Bush incrementó la dotación con 30.000 efectivos. En ocho meses, la ecuación arrojó un progreso relativo en algunas regiones y un desgaste simultáneo en otras. ¿En qué prosperó la seguridad, con un promedio de 52 asesinatos y ejecuciones por día después de haberse cobrado la vida de 34.000 civiles sólo en 2006, según el macabro índice Iraq Body Count (IBC)?

El embajador norteamericano en Irak, Ryan Crocker, cargó las tintas contra el difunto Hussein. Tuvo la culpa de haber ejercido un gobierno despótico en el cual la mayoría chiíta y los kurdos quedaron relegados por la minoría sunnita, y de haber hecho creer a los inspectores de las Naciones Unidas que ocultaba armas de destrucción masiva, así como a Bush de una relación estrecha con Osama ben Laden. El muy cretino, sobre cuya tumba no hubo lágrimas ni flores, engañó a todos.

Esos argumentos alentaron a Bush en su afán de aplicar la fórmula Galtieri: la caída del dictador iba a abrir la puerta de una fulgurante democracia en el corazón del mundo árabe. En compañía de Petraeus, Crocker  se mostró impotente de lograr la reconciliación nacional en Irak, esencial para evitar que grupos como Al-Qaeda y otros del exterior no reacios al martirio exaltado por Ben Laden atentaran tanto contra las comunidades iraquíes, divididas entre sí, como contra las tropas de la ocupación.

En los Estados Unidos, más allá del respaldo inicial a la guerra, la paciencia tocó un límite: sólo la Guerra de la Independencia y la Guerra de Vietnam duraron más que la guerra contra Irak, con 3700 bajas propias y muchas más ajenas. En ese trance, la imagen del país y la confianza en el exterior cayeron con más ímpetu que un dictador y su gobierno después de haber perdido una guerra.

Desde el 11 de septiembre de 2001 no hubo atentados en los Estados Unidos, pero, en el ínterin, Al-Qaeda, supuestamente desarticulada por la derrota del régimen talibán en Afganistán, recobró vigor para cometer uno de la magnitud de la voladura de las Torres Gemelas o aún mayor, según el International Institute for Strategic Studies (IISS). La banda de Ben Laden, esparcida como una enredadera, recibió apoyo de organizaciones terroristas de Paquistán, Irak y el norte de África.

Frente a los senadores demócratas, Petraeus no pudo ufanarse de la seguridad en Irak ni pudo explicar el propósito de la permanencia de sus soldados. Bush no se apeó del caballo: destacó el éxito de sus valientes, como si dependiera de estadísticas basadas sobre la cantidad de muertos en un cementerio. Nunca, desde que inició la guerra, mostró la menor compasión por las víctimas iraquíes y sus circunstancias. Todo se centró en la defensa del interés nacional y en el orgullo de no haber sufrido otro golpe al corazón en su propio territorio.

En este trance, curiosamente, nadie reparó en la opinión de los dueños de casa, tan culpables como Hussein, al parecer, de haber sido invadidos. El primer ministro, Nuri al-Maliki, y la mayoría de los parlamentarios tocaron madera ante la posibilidad de que las tropas norteamericanas partieran.

El pueblo evaluó con más tino que sus políticos las consecuencias: un dictador derrotado en una guerra cayó por peso propio, así como su gobierno, y abrió la puerta de la democracia; la democracia, empero, no reportó más beneficio que dejar de vivir bajo el yugo de una tiranía, lo cual no fue poco, aunque con menos certeza de llegar con vida al final del día.

Con su sensación de éxito y su tozudez en no retirar las tropas, Bush mostró el temple de un guerrero apegado a sus ideales, pero, a su vez, poco espacio liberó para evitar las hostilidades contra los suyos y los iraquíes. En el país, por benévolas y compasivas que hayan sido las tropas norteamericanas, nunca hubo una señal concreta del epílogo de la ocupación. Las rebajas de fin de temporada no siempre son tan atractivas como las rebajas por cierre definitivo. Una cosa es tomarse vacaciones en otro país y otra, muy diferente, es radicarse en él.

Las tropas dejaron la sensación de haberse radicado en otro país. Si de apaciguar los ánimos se trataba, Bush y compañía no hicieron más que exaltarlos con el retorno de apenas 5700 soldados antes de Navidad. Las dudas de los senadores demócratas frente al general Petraeus y el embajador Crocker eran las mismas que al comienzo de la guerra, votada en ese ámbito por ellos mismos ante la presión de haber respaldado en su momento al gobierno de Bill Clinton en sus frecuentes bombardeos contra Hussein por las sospechas que despertaba, como en un juego de póker, el valor de las cartas que poseía. En su caso, las mentadas armas de destrucción masiva.

La vacilación de Petraeus sobre la seguridad de los Estados Unidos mientras las tropas permanezcan en Irak desnudó el costado más endeble de la guerra. Desnudó la trama secreta, relacionada con las matanzas entre etnias por el dominio territorial y con la distribución inequitativa de las ganancias petroleras. Planteó el quid de la cuestión: ¿cómo neutralizar eventuales atentados terroristas por medio de la invasión a un país cuyo líder pretérito no tenía armas de destrucción masiva ni nexos con Ben Laden? La fórmula Galtieri entró de ese modo en una nueva dimensión, hasta ahora desconocida.



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