La suma de todos los miedos




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Rusia amenaza con desplegar misiles frente a Europa si EE.UU. instala su escudo en Polonia y en la República Checa

Si un enemigo hipotético lanzara un misil balístico intercontinental contra los Estados Unidos, el satélite advertiría de inmediato su fase inicial de despegue y, cual vigía, alertaría de inmediato a los radares plantados en los alrededores de Praga.

Una vez definida su trayectoria, el centro de mando de la alianza atlántica (OTAN), en Bruselas, daría la orden de responder con misiles interceptores de largo alcance que serían lanzados desde alguna de las 10 bases de Polonia.

Uno de esos misiles procuraría detener al misil agresor. Lo destruiría en el aire en menos de los 20 minutos. Es lo que necesitaría para salir de la atmósfera y, en caída inercial, dar en el blanco.

Repeler un misil con otro misil. En eso consiste la porción del escudo mundial que los Estados Unidos pretenden desplegar, en defensa de su territorio, en el este de Europa. A plazo fijo: entre 2010 y 2011.

Frente a ello, Rusia pone reparos. Muchos reparos. No por la dimensión estratégica del asunto, como plantea con dureza Vladimir Putin, sino por el impacto político tanto en casa como en el vecindario.

De ahí su principal crítica contra George W. Bush: no puede actuar como si fuera el dueño de la pelota (en este caso, del planeta). Y de ahí, también, la necesidad de Putin marcar la cancha, como si el Muro de Berlín siguiera en pie, la Guerra Fría no hubiera terminado y la Unión Soviética gozara de buena salud.

Con el escudo montado en apéndices del Pacto de Varsovia, como la República Checa y Polonia, nada cambiaría para Rusia. Nada cambiaría, pero espacios que antes pertenecían a su órbita se incorporarían ahora a la norteamericana y quedarían a merced de la OTAN.

Eso, en el juego de poder, turba y mortifica. Putin, jugador de su propio juego, no piensa ceder frente a los afanes expansivos de su antiguo rival. Si Bush avanza, él no retrocede: amenaza con sembrar misiles en la frontera con el tercero en discordia, la Unión Europea.

Lo insinúa desde febrero. En ese  momento, en un discurso pronunciado en Munich, rompió el molde. Rompió el molde y perdió la compostura: aquello que parecía un proyecto ajeno comenzó a cobrar interés propio. Interés político, sobre todo. Geopolítico, en realidad.

En un mundo de apariencia multipolar, Putin pareció virar hacia el léxico bipolar. Pareció virar hacia aquel estadio en el cual los Estados nacionales, como el suyo y los Estados Unidos, tenían más predicamento que las compañías privadas. De eso se trata, a su vez, el escudo en discusión: de un gran negocio sujeto a decisiones y objeciones políticas, diplomáticas y militares.

Como en la guerra de Kosovo y en otras instancias en las cuales ambos polos se miraron a los ojos, Rusia sintió en esta ocasión que su adversario de siempre actuó con la arrogancia de quien se cree con el derecho de hacer y deshacer a su antojo en cualquier rincón del planeta en nombre del interés nacional. Del interés nacional norteamericano.

El escudo en sí, en construcción desde 2004, no serviría para repeler misiles rusos u otros de porte similar, sino aquellos que podrían ser lanzados contra los Estados Unidos o Europa desde países no confiables, como Irán y Corea del Norte.

Ambos, al igual que otros 20, tienen misiles balísticos o la posibilidad de fabricarlos. Un club cuyos socios eran apenas ocho en 1972. Entonces, los Estados Unidos y la Unión Soviética firmaron el Tratado de Misiles Antibalísticos. En 35 años, el peligro casi se triplicó.

El plan, acordado por los Estados Unidos con la OTAN, consiste en tener la capacidad de interceptar misiles balísticos en su despegue, en su trayectoria o en caída libre. En la mayoría de los casos, con misiles de igual potencia; en otros, con aviones no tripulados y otros artilugios tecnológicos.

Desde el gobierno de Ronald Reagan, en los ochenta, los Estados Unidos impulsan aquello que, por la popularidad de la película homónima, llamaron La Guerra de las Galaxias.

En los hermanos Kaczynski, temerosos de Rusia, Bush encontró aliados en Polonia. Tony Blair, antes de irse, dejó dicho que cedía su territorio para ello. Del Reino Unido, su socio tradicional, siempre recibió respaldo, así como de Dinamarca para modernizar una base en Groenlandia.

En el límite de la tolerancia por la victoria de la revolución naranja en Ucrania en 2004 con apoyo occidental y por la virtual ampliación de la OTAN hasta esos confines, Putin abriga el recelo de quien presume no molestar y se siente molesto. Invadido, en definitiva. Y ofendido.

Tanto que, en su reunión con Bush en la residencia veraniega de Kennebunkport, en la bravía costa de Maine, rugió con más furia que las olas por el litigio de Kosovo, otro dominio arrebatado por las fuerzas occidentales.

En ese juego, Rusia acusa recibo de haber colaborado con la voladura de la antigua Yugoslavia; lejanos quedaron los tiempos del mariscal comunista Tito. Y acusa recibo de haber perdido Afganistán, conquistada por los soldados soviéticos en 1979 con el régimen talibán, acorralado desde la guerra de 2002.

En el otro juego, con el escudo antimisiles en el tapete, los Estados Unidos dejaron poco margen para la negociación: corren con los gastos de instalación y de los misiles interceptores. Cada uno vale 40 millones de dólares. Deme dos.

Putin, por ello, apela al léxico que mejor maneja: aquel que se empleaba en un mundo bipolar en el cual había más crítica que cooperación de parte de ambas potencias. Su política exterior refleja su política interna, ceñida al autoritarismo, las intrigas y las sospechas. En ella, con una economía que recupera posiciones a los tumbos, priman la energía y las armas. Con una premisa: el tema militar no deja de ser la prioridad.

Desde el final de la Guerra Fría, Rusia perdió su capital más preciado: la influencia. Comenzó a perderla con la firma del Tratado de Fuerzas de Alcance Intermedio entre Reagan y Mijail Gorbachov. Terminaba el peligro de los euromisiles y, con él, terminaba una era de amenazas mutuas.

En 2007, en otro mundo tal vez, más en vilo por el terrorismo que por los misiles, quizá gravite más el temor de los Estados Unidos a ceder terreno que la intención de Rusia de ganarlo.

Bush, apurado por las compañías armamentistas a las cuales quiere favorecer antes del final de su segundo y último período a comienzos de 2009, no previó desequilibrio alguno en la solicitud que presentó en enero, un mes antes de la réplica de Putin, a la República Checa y Polonia.

En ambos países, el escudo cosecha más rechazos que aprobaciones entre la gente. Sus gobiernos no se detuvieron a evaluarlo: aceptaron la propuesta como una vía de escape de la omnipresencia rusa.

En términos imperiales, Putin halló en la diferencia con Bush una oportunidad de rearmar a Rusia y de ganar poder, así como de demarcar el límite con la Unión Europea y la OTAN.

En ese juego de poder, la reivindicación es su virtud y su cometido. Como si de repeler un misil con otro misil dependiera el futuro del escudo, concebido como el resultado de la suma de todos los miedos.



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