Un clavo saca otro clavo




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Con Brown en el 10 de Downing Street, se corona una década en la cual el Nuevo Laborismo remozó el viejo thatcherismo

Era un trato. Debía esperar. Trece años esperó Gordon Brown. En 1994, durante una cena en un restaurante de Londres, Tony Blair había echado las cartas sobre la mesa: tenía más posibilidades que él de presidir el Partido Laborista y de terminar con el gobierno conservador de John Mayor. ¿Qué iba a hacer? Aceptó las reglas, de modo de no quedar fuera de juego. De plazos no hablaron. Ni de plazos ni de condiciones, más allá de la promesa de ser respaldado una vez que venciera el contrato de alquiler del 10 de Downing Street. Pasaron 10 años desde 1997; en ellos surgió el nuevo laborismo, cual ruptura con el Estado de bienestar, y la tercera vía, cual expresión de esa tendencia.

Brown no sucedió a un desocupado. Blair también aceptó las reglas y, como si fuera Ghandi, pasó a ser de inmediato el enviado especial del Cuartero de Medio Oriente (las Naciones Unidas, la Unión Europea, los Estados Unidos y Rusia) en aquello en lo cual, mientras era primer ministro, fracasó su primer ladero, Bill Clinton: hallar una fórmula de paz entre israelíes y palestinos. Lo recomendó para el cargo su amigo George W. Bush, de modo de pagarle los servicios prestados en la guerra contra Irak. De ella no pudo liberarse hasta el último día, flojo su argumento de someter el veredicto a la historia. Una forma de disimular el desastre.

El intervencionismo de Blair comenzó en Kosovo, con Clinton, y terminó en Irak, con Bush. En ambos casos, regímenes autoritarios estaban oprimiendo a sus pueblos: uno, con la limpieza étnica de los albano-kosovares; el otro, con la persecución de los chiítas y los kurdos. ¿Por qué Kosovo fue la gran victoria de Blair e Irak fue su gran derrota? En ambos casos, la comunidad internacional denunciaba genocidios: Slobodan Milosevic y Saddam Hussein despertaban menos piedad que tiburones al acecho. Entre ambos casos, sin embargo, hubo una diferencia: la legalidad y la ilegalidad de sendas invasiones.

Como Blair, Brown se formó en la concepción de asignar a Gran Bretaña protagonismo en los asuntos globales. En la necesidad, acaso el correlato de su rasgo imperial, de extender la mano hacia cualquier punto del planeta en apuros con la premisa de llevar el bien (o de aquello que considera el bien), cual garantía de paz. De ahí, el nuevo empleo de Blair en Medio Oriente, más dividido que durante la vana gestión de Clinton por el quiebre entre Hamas, dueño y señor en la Franja de Gaza, y Al-Fatah, dueño y señor de Cisjordania. Una misión casi imposible.

Con Irak en llamas y Londres en peligro, Blair supo arreglárselas para preservar la popularidad en el exterior. La paz en Irlanda del Norte, después de cuatro décadas de violencia, no pudo catapultar a último momento la caída, marcada por el tiempo de descuento impuesto por Brown.

La asunción de Brown coincidió, empero, con una advertencia del terrorismo: el hallazgo de un coche con cilindros de gas, gasolina, metralla (clavos, tuercas y tornillos) y un detonador. Elementos que, de haber sido combinados, hubieran provocado una masacre cerca de Piccadilly, en el centro de Londres.

¿Era la bienvenida al nuevo gobierno, desbaratada por la policía, o un recordatorio de los atentados del 7 de julio de 2005? Es, para Brown, el peso de la copiosa herencia de aciertos y errores de 10 años de nuevo laborismo y tercera vía resumidos en el apellido Blair, asimilado con menos encono que el apellido Bush fuera de Gran Bretaña.

Quizá por haber conservado, como Clinton, el candor y el carisma de los primeros tiempos. Quizá por haber sabido adaptar el nuevo laborismo y la tercera vía al legado de Margaret Thatcher en una era diferente, signada por la necesidad de estar alerta ante amenazas que antes no existían. O, en realidad, no existían en la magnitud patentada por Al-Qaeda desde la voladura de las Torres Gemelas. El IRA hacía de las suyas.

En agosto de 2005, un mes después de los atentados en Londres, Blair se vio en la disyuntiva de recortar las libertades individuales en defensa del bien común. No vaciló en ordenar investigaciones de todo aquello que pudiera entrañar algún riesgo.

¿Cómo hubiera actuado Brown? Igual. Pudo haber admitido errores en la guerra contra Irak, pero no estaba en un submarino ni habitaba otro planeta mientras era declarada. Ni renunció a su cargo de sostén en las sombras de Blair, o ministro de Hacienda, por más que, desde aquella cena con él, su refugio y su escudo haya sido el partido.

Estaba esperando su turno y, mientras tanto, cumplía con su papel de atlantista, como definen los británicos a quienes están más cerca de los Estados Unidos que de Europa (en su caso, de los demócratas), y de euroescéptico, a tono con la mayoría de los medios de comunicación de su país; menos euroescéptico que Blair, pero euroescéptico al fin.

En Gran Bretaña, con una oposición conservadora que no salió del desconcierto en el cual cayó desde 1997, un clavo sacó otro clavo: un primer ministro laborista de sólida formación intelectual y carisma escaso sucedió a otro cuyo mayor capital fueron la astucia y el talento para hamacarse tanto en casa como en el exterior según la coyuntura. La astucia, el talento y la juventud: fue el líder más joven de la historia, con 41 años.

Frente a las críticas, sobre todo de los laboristas desencantados, Blair no tenía más que echar las cartas sobre la mesa: ninguno de ellos ganó tres elecciones consecutivas. Menos aún después de 18 años de reinado conservador. ¿Mató a la izquierda por haber privilegiado a lo Thatcher la relación histórica con los Estados Unidos, más allá de que fuera con Clinton o con Bush? Posiblemente, pero también recreó con el nuevo laborismo y la tercera vía aquello que enarbolaron José Luis Rodríguez Zapatero y Ségolène Royal como enseñas del socialismo contemporáneo.

En la Europa de Angela Merkel y Nicolas Sarkozy, volcada hacia el conservadurismo, Brown insinuó no desentonar. En sus 10 años de espera, Blair se ganó el mote, o el insulto, de “hijo del thatcherismo”, no aceptado por él hasta que convino con Rodríguez Zapatero en que representaba una suerte de «thatcherismo con rostro humano». Sobrevivió a la conversión, no ajena a Clinton ni al ex canciller alemán Gerhard Schröder. La conversión por la cual Nelson Mandela no dudó en llamarlo “ministro de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos” a raíz del desenlace de la guerra contra Irak.

El destino manifiesto de Brown, no obstante ello, quedó sellado en aquella cena en la cual se vio a sí mismo relegado, aún ignorante de otra misión casi imposible: tender un hilo entre las intervenciones en Kosovo y en Irak, sometidas por Blair, cual escape por la tangente, al veredicto de la historia. Entonces, el trato era otro. Entonces, la espera no parecía que iba a ser tan larga. Entonces, la herencia no incluía un flamante ex primer ministro como pacificador en una región turbada, justamente, por las consecuencias de una de esas intervenciones.



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