Con la soga al cuello




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Con la mención de la adicción al petróleo como signo negativo para los EE.UU., Bush comenzó a aceptar la derrota

Con la ejecución de Saddam Hussein, a cargo de las autoridades iraquíes, las tropas norteamericanas completaron, en principio, la primera fase del plan: derrocar una tiranía que cobijaba armas de destrucción masiva y que amenazaba con utilizarlas contra los Estados Unidos. Era la premisa de George W. Bush. La premisa por la cual, contra la corriente, alentó en 2003 la invasión y, hecho el daño, la ocupación y la administración de un país que iba a ver profundizadas sus divisiones internas entre la minoría sunnita, antes dominante, y la mayoría chiíta, ahora emergente, bajo la mirada expectante de la población kurda.

La excusa era un shock de democracia liberal, de modo de propagarla, como si de fuego en el bosque se tratara, en la región más conflictiva del planeta: Medio Oriente. Esa excusa, políticamente afín al mundo idealizado por la globalización, convenció a pocos. Los agoreros, renuentes a convalidar la doctrina de las guerras preventivas en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, terminaron tan comprometidos como los Estados Unidos en el desenlace incierto de Irak. Los otros, los laderos de Bush, pagaron con creces su participación; España y Gran Bretaña sufrieron atentados terroristas en sus territorios.

Sin inhibición alguna, mientas tanto, Irán se aprovechó en un par de años de los errores, y de las debilidades, de los Estados Unidos. Y supo valerse de ellas, más allá de la retórica nociva de Mahmoud Ahmadinejad contra Israel y su memoria, para tender redes en sitios remotos y extraños, como América latina. En ello tuvo que ver Hugo Chávez, enfrentado con Bush. En ello tuvo que ver, también, el cambio de patrones que, con el precio del petróleo por las nubes, impuso la doctrina de las guerras preventivas, estrenada en Afganistán y remozada en Irak. En ambos casos, sin sunnitas en el poder, el régimen teocrático chiíta resultó beneficiado.

Tan beneficiado resultó, por más que haya sido condenado por Bush a los confines del eje del mal con Irak y Corea del Norte, que Ahmadinejad nunca temió ser agredido si continuaba con su programa de energía nuclear. En él, violatorio del Tratado de No Proliferación, halló su fortaleza. Y, con ella, reivindicó la independencia radical de su país, legado de la revolución islámica de 1979. De esa base no se movió. En algunos casos, a costa del aislamiento o de la sospecha de planear, y costear, atentados terroristas en el exterior o de financiar a grupos considerados terroristas en los Estados Unidos, como Hezbollah y Hamas.

La guerra contra Irak, exhibida como ejemplo nefasto de los afanes imperialistas de los Estados Unidos, consumó el mayor anhelo de Irán en varias décadas: la caída de Hussein. Era un peligro por la mera posibilidad de que en algún momento exacerbara el nacionalismo, propio de los sunnitas, y quisiera reanudar la guerra. De ahí, el premio que, sin disparar un solo tiro, ganó Ahmadinejad de la decisión de Bush de invadir el país vecino.

Hussein murió en la horca, pero Bush terminó con la soga al cuello. En su discurso del Estado de la Unión, aquel en el cual todo presidente norteamericano fija su norte, se vio obligado a advertir a un pueblo goloso que suprimiera los dulces. O, en sus palabras, que rompiera con la adicción al petróleo. No por el petróleo mismo, sino por la dependencia de Medio Oriente. Hasta invocó la defensa del medio ambiente como si no hubiera soslayado, en su momento, el Protocolo de Kyoto sobre el calentamiento global.

Desde el comienzo de la guerra contra Irak, Bush quiso convencer al mundo de dos certezas tan dudosas como las especulaciones sobre las causas de la invasión en sí: que, en efecto, el régimen de Hussein era tan peligroso hacia fuera como hacia dentro, sobre todo por sus armas de destrucción masiva, y que, una vez depuesto, iba a florecer en ese país una democracia digna de envidia en Marte y en Venus.

Parecía uno de esos fanáticos que no aceptaba la derrota aunque su equipo perdiera por goleada. Frente al resultado provisional de la guerra, una hipoteca para los futuros gobiernos, la excusa del shock de democracia liberal pasó a ser un sueño. O, en todo caso, un anhelo que, con su aplicación, iba a facilitar determinadas operaciones en una zona sensible a los intereses de los Estados Unidos.

Bush no aceptó el revés. Dejó entrever, empero, que la dependencia del petróleo, tildada de adicción, iba a ser contraproducente para los Estados Unidos. Cambió de ese modo el paradigma. A largo plazo y, al mismo tiempo, a corto plazo, de modo de impactar con su mensaje en Ahmadinejad, Chávez y sus socios.

Fue una forma de dar respuesta inmediata a los norteamericanos, cada vez más preocupados por Irak. Bush jamás dejó de pedir paciencia. Llevó a su partido, el republicano, a la cima de la montaña y al fondo del mar en tiempo récord: de su reelección, en 2004, al colapso, en 2006. Y llevó al otro partido, el demócrata, al replanteo sobre el respaldo que brindó a la doctrina de las guerras preventivas. Ninguno quedó libre de responsabilidad ni de pecado.

Optó entonces por someterse a juicio. El Grupo de Estudio sobre Irak, presidido por James Baker y Lee Hamilton, concluyó que la estrategia era errónea. Que no funcionaba. Y que los Estados Unidos, si querían salvar la ropa, debían marcharse cuanto antes del Golfo Pérsico. No en forma precipitada, de modo de evitar la condena internacional, sino en forma gradual, casi disimulada. Frente a ello, Bush asintió, pero, poco después, demandó más soldados. Como si los soldados, entrenados para derribar elefantes, fueran capaces de matar mosquitos.

Ahmadinejad no pudo ser más afortunado. Le tocó en suerte que su principal adversario hiciera el trabajo sucio por él (en especial, liberarlo de Hussein en Irak y del régimen talibán en Afganistán) y que, a su vez, favoreciera en la región la expansión de los chiítas, inspirados en la revolución islámica. Entre ellos, a diferencia del nacionalismo de los sunnitas, prima una máxima: no entablar guerras entre sí.

Si a ello se agrega el antinorteamericanismo fomentado por la actitud unilateral de los Estados Unidos desde los atentados de 2001, así como su agresivo despliegue militar y su obsesión en recetar políticas de libre mercado que no siempre depararon bienestar, hasta aquellos que jamás hubieran comulgado con Ahmadinejad demostraron con silencios u omisiones que, en el fondo, respetan más su posición que las cruzadas de Bush y sus escasos incondicionales.

En otros tiempos, los gobiernos sunnitas sirvieron de contención ante el riesgo de un eventual contagio de la presunta epidemia chiíta, desencadenada por la revolución islámica de Irán con furiosos preceptos en contra de Occidente. La ejecución de Hussein decretó el final de esa hipótesis. Decretó, también, una escalada de odio que el léxico oficial iraní procuró no achacar a país alguno, más allá de sus claros destinatarios.

¿Quiénes son los llamados agentes del sionismo, enemigos declarados de los musulmanes? Ahmadinejad bien pudo haber incluido entre ellos al difunto Hussein, aliado de los Estados Unidos hasta que, en secreto, decidió coleccionar armas de destrucción masiva y, bueno, terminó con la soga al cuello.

 



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