Uno contra todos y todos contra uno




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Con sus ensayos nucleares, Kim Jong-Il aceleró los tiempos del vecindario y puso en un aprieto a la comunidad internacional

Desde Panmunjom, en la frontera entre las dos Coreas, uno percibe, si el sol ayuda, el brillo de la imponente estatua de bronce de Kim Il-Sung, padre de Kim Jong-Il. Preside el centro de Pyongyang, la capital de Corea del Norte, con sus 35 metros de altura. A sus pies, todo extraño de ojos no rasgados, a menudo escoltado por “guías turísticos” retirados de la KGB, debe depositar flores en honor a aquel cuyo nacimiento, en 1912, marcó el año cero del calendario. Murió en 1994, pero no dejó de ser el Gran Líder o el Sol Rojo.

Cada mañana, bien temprano, las sirenas preludian, cual despertador orwelliano, que “la revolución es un deber cotidiano” e instan a la gente, humilde en su mayoría, a “construir un Estado socialista poderoso”. El régimen de Kim Jong-Il, bastión comunista que ignoró el final de la Guerra Fría, cobija un pueblo fantasma en la frontera, trazada sobre el paralelo 38; en él, un par de soldados iza la bandera al amanecer como si hubiera vida en las maquetas cinematográficas que emulan casas. Enfrente, del lado de Corea del Sur, hay un parque de diversiones.

En la frontera, plagada de símbolos nacionalistas, alambres de púas y minas antipersonales, la base militar norteamericana, instalada bajo el alero de las Naciones Unidas después de la guerra de 1950-1953, es la más numerosa frente a un ejército que apela a la provocación como método ingenuo en espera de alguna reacción. Si la hubiera, un solo disparo desencadenaría el caos.

Desde que el gobierno de George W. Bush incluyó en el “eje del mal” a Corea del Norte, Irak e Irán, quiso dejar en claro que la estrategia no iba a ser igual en todos los casos. Quiso dejar en claro, también, que no iba a resolver la crisis desatada por las sospechas sobre las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein del mismo modo que las suspicacias que creaban los afanes nucleares de Kim. En la frontera entre las dos Coreas hasta anunció una inminente reducción de las tropas norteamericanas.

En febrero de 2003, un año después de haber lanzado el “eje del mal”, el gobierno de Bush perdió todo contacto con Kim, el Querido Líder. Corea del Norte había violado el Tratado de No Proliferación, razón por la cual no recibió más petróleo. En respuesta a ello, los inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) se vieron forzados a retirarse. El régimen gozó desde entonces de impunidad absoluta para fabricar armas nucleares y, peor aún, probarlas.

A su aire, Kim hizo aquello que Hussein no pudo y que Mahmoud Ahmadinejad desea: probó armas nucleares. La memoria y balance del “eje del mal” arrojó el déficit más temido: Corea del Norte avanzó en la dirección más peligrosa, Irán se resistió a paralizar su programa de enriquecimiento de uranio e Irak, donde no aparecieron las armas de destrucción masiva que desencadenaron la guerra, incorporó la rutina de la muerte y la destrucción en rechazo a la ocupación norteamericana.

Harold Wilson, uno de los predecesores de Tony Blair, dijo alguna vez: “En política, una semana es mucho tiempo”. En política, convengamos, un día es mucho tiempo. Tanto que en un día, el lunes, las dos Coreas coparon la agenda de la comunidad internacional: una, por las sanciones del Consejo de Seguridad contra el régimen de Kim a raíz de sus ensayos nucleares; la otra, por las adhesiones para la proclamación del canciller de Corea del Sur, Ban Ki-Moon, como secretario general de las Naciones Unidas.

Contra ella jamás se pronunció Corea del Norte, señal de que, más allá de la ingrata coincidencia, los ensayos nucleares en las montañas cercanas a la ciudad de Kilju nada tuvieron que ver con la candidatura de Ban. El paso dado por Kim, empero, hizo replantear a China, Japón y Rusia sus posiciones. Al menos, las mantenidas en los diálogos a seis bandas con los Estados Unidos y las dos Coreas.

Hizo replantear, a su vez, la posición del gobierno de Bush frente al “eje del mal”: donde tomó decisiones unilaterales sin el visto bueno de las Naciones Unidas, como en Irak, el presupuesto no se cumplió; donde tomó decisiones multilaterales con el visto bueno de las Naciones Unidas, como en Irán y en Corea del Norte, el presupuesto tampoco se cumplió.

En algo falló “el eje del mal”. ¿En qué? En haberse convertido en el sostén de guerras preventivas que suplieron las negociaciones diplomáticas con Estados sospechosos de apañar grupos terroristas, como Irak e Irán, y con uno, Corea del Norte, que desafió su seguridad interna y metió miedo entre sus vecinos (sobre todo, Corea del Sur y Japón) con la amenaza de una guerra de otro tipo.

Se trata de la amenaza de una guerra simétrica, de un Estado contra otro u otros, rareza en medio de la propagación de las guerras asimétricas, de Estados contra ejércitos irregulares o fantasmas, como Al-Qaeda, Hezbollah o Hamas. En ese contexto, con Irak en llamas y Corea del Norte envalentonado, ¿quién obtiene el beneficio? Ahmadinejad, pendiente de las sanciones del Consejo de Seguridad contra Irán mientras, libre de los inspectores de la AIEA, también insiste en obtener la membresía del selecto club nuclear y mantiene en vilo a sus vecinos (en especial, Israel).

En 1998, Corea del Norte probó el misil balístico Taepodong 2 contra la mayor de las islas japonesas. En ese momento, Japón dejó de lado la actitud pacifista que adoptó después de Hiroshima y Nagasaki: giró hacia la derecha en la faz política y hacia la modernización en la faz militar. Ocho años después, con un primer ministro de discurso asertivo, Shinzo Abe, quizá no descarte, como entonces, la posibilidad de fabricar su propia bomba. Lo haría en cuestión de meses si echa mano de su programa de generación de energía para usos civiles e investigación.

Del otro lado del mar, el Querido Líder heredó del Gran Líder algo más que la megalomanía. Heredó el acuerdo de 1994, por el cual Corea del Norte, divorciado de la nueva Rusia, se comprometía a cerrar sus reactores nucleares y el centro de reprocesamiento de plutonio de Yongbion a cambio de petróleo y de dos reactores nucleares de agua ligera para producir electricidad, inservibles para uso militar. Ese mismo año murió de un infarto el padre de la República Democrática Popular de Corea y de su calendario.

Con Bill Clinton, su hijo tejió una relación débil que se rompió con Bush. Cada decisión de subir un escalón en sus ensayos nucleares coincidió con el agravamiento económico por la falta de apertura y de ayuda. A fines de 2005, Japón aligeró la prohibición, alentada por los Estados Unidos, de recibir remesas del exterior ante la posibilidad de que fueran enviadas por grupos terroristas. No alcanzó.

Desde Panmunjom, en la frontera entre las dos Coreas, uno percibe, con ayuda del sol o sin ella, el ocaso de una era. Percibe el ocaso de la era de la no proliferación, más sujeta a la prudencia que a la política. En política, precisamente, una semana, un día o una hora es mucho tiempo. Mucho más del que tarda en sonar cada mañana, bien temprano, el despertador orwelliano.



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