Provócame otra vez




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En un mundo unipolar, todo país en conflicto espera las respuestas que los Estados Unidos se imponen dar

En el Paralelo 38 hay un puente de madera. Lo llaman el puente del no retorno. Si uno pone un pie en él, la suerte está echada: te capturan o te matan, según me advirtió un mayor del ejército norteamericano. El puente conduce al país más raro del mundo: Corea del Norte. Es el país de un solo hombre, Kim Jong-Il. Una dictadura de corte stalinista que, arropada por China a pesar de la hambruna de su gente y de las restricciones de sus libertades, sobrevive custodiada, en la frontera con Corea del Sur, por una banda de bromistas y matones con uniformes militares.

Son soldados que, a escasos metros de sus pares surcoreanos, cambian de manos los fusiles y, desafiantes bajo gorros de piel, suelen sacarles brillo a los borceguíes con la bandera de los Estados Unidos o golpear con los nudillos las paredes de las casillas en las cuales se reúnen dos veces por día los generales de las tropas que, al amparo de las Naciones Unidas, procuran preservar la calma, más que la paz. Dan la espalda a un edificio gris de escaleras gastadas y paredes despojadas, otrora emblema del comunismo en Europa del Este, desde cuyas ventanas, detrás de cortinas blancas, otean el panorama con binoculares.

Son soldados que, a imagen y semejanza de Kim Jong-Il, apelan a la provocación como método. En su caso, con el lanzamiento de misiles en una fecha tan cara para los norteamericanos como el 4 de julio, de modo de chantajear a la comunidad internacional con sus demandas. En otros, como en Medio Oriente, con el secuestro de soldados israelíes, de modo de obtener un rédito parecido, tocando la fibra más sensible del Estado judío, y permitir que, con réplicas previsibles contra Gaza, primero, y contra el Líbano, después, intervengan Irán y Siria.

Estaba todo fríamente calculado, así como los atentados terroristas de gran impacto, al estilo de Madrid y de Londres, contra países que, como la India, negociaran su programa de desarrollo nuclear con el gobierno de George W. Bush a cambio de incentivos económicos. Estaba todo fríamente calculado en la Estrategia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, remozada después de cuatro años.

En ella, lanzada el 16 de marzo por Bush, cuatro palabras resumen, o vislumbran, desde la escalada de la violencia en Medio Oriente y el peligro del terrorismo hasta las ínfulas de Kim y de su socio en el eje del mal, Mahmoud Ahmadinejad, presidente de Irán: “América está en guerra”.

América, empero, no está en guerra desde la voladura de las Torres (gemelas como las hijas de Bush), sino desde antes. Está en guerra desde 1994: Bill Clinton amenazó a Corea del Norte con usar la fuerza si no acataba el tratado de no proliferación. O, en realidad, desde 1998: autorizó bombardeos contra la planta química de Al-Shifa, Sudán; contra campos de entrenamiento de terroristas en Khost, Afganistán, y contra Irak, renuente a recibir a los inspectores de armas de las Naciones Unidas.

Frente a ello, Ahmadinejad, como Kim, apela a la provocación como método. En su caso, pegado Irán a Irak, contra Bush, con su programa de desarrollo nuclear, y contra Israel, con la negación del Holocausto y, a tono con Hamas y Hezbollah, de su derecho a existir como Estado.

A diferencia de los soldados de Corea del Sur en el Paralelo 38, vedado a civiles, tanto Bush como la Unión Europea y las Naciones Unidas sienten que no pueden permanecer de pie, con los puños hacia adelante a la altura de la cintura, y usar gafas oscuras aunque esté nublado, de modo de soslayar los retos frecuentes.

Por consenso interno, el gobierno norteamericano se autorizó a sí mismo a actuar en cooperación con otros países después de anudar coaliciones de interés por medio de la diplomacia si ve en riesgo por algún programa de desarrollo nuclear o, vencido por la impaciencia, solo. En Medio Oriente, del lado de su aliado, Israel, cuyos repliegues de la Franja de Gaza, en 2005, y del Líbano, en 2000, lejos estuvieron de inhibir la provocación como método.

Por consenso interno, también, Israel se autorizó a sí mismo a actuar en defensa propia desde la guerra de 1948. Un año después, según Uri Ben-Eliezer, de la Universidad de Haifa, sus líderes previeron el segundo round con los árabes: la población judía se triplicó en pocos años y el ejército llegó a ser una escuela de socialización para los inmigrantes.

Desde entonces, según un ensayo de su autoría, el sistema comprendió cuatro frentes: el ejército de carrera, el ejército regular, el ejército de frontera y el ejército de reserva (civiles entrenados para incorporarse rápidamente). Aquel Estado pequeño que había enfrentado a siete ejércitos árabes evolucionó tanto que en la Guerra de los Seis Días, en 1967, pasó a ocupar los territorios que comenzó a devolver el ex primer ministro Ariel Sharon.

El secuestro de soldados en la Franja de Gaza y en el Líbano creó ahora un conflicto en dos frentes para el gobierno de Ehud Olmert y, a su vez, forzó a la comunidad internacional a involucrarse frente a la posibilidad de que, con Irán y Siria como benefactores de Hezbollah y Hamas, exceda los límites de Israel.

El consenso interno, no obstante ello, no favorece a Bush: desde su reelección, en 2004, quiso ceñirse al realismo después de haber apelado al idealismo neoconservador de promoción de la libertad y la democracia por el cual emprendió, un año antes, la guerra contra Irak. De ahí, el giro sutil por una mayor libertad de comercio en el mercado global y en contra del aislamiento, fórmula que aplicó con la India más allá de la deuda con su adversario, Paquistán, por los favores que recibió en la guerra contra el régimen talibán en Afganistán.

En la Estrategia de Seguridad Nacional, la acción militar quedó en el último lugar por el fracaso en la búsqueda de armas de destrucción masiva en Irak. Advierte, sin embargo, que  “la actitud fanfarrona, denegatoria y de engaño de Saddam Hussein es un juego peligroso que los dictadores juegan por su cuenta y riesgo”. Lo saben Kim y Ahmadinejad, tildados como Siria de “aliados del terror”. Es decir, aliados de Hamas y de Hezbollah, partidos políticos y milicias armadas a la vez.

El Paralelo 38, conocido como Panmunjom, está rodeado de alambres de púas desde la guerra de 1953 entre las dos Coreas. A lo lejos, del otro lado de la frontera, recorta el horizonte una estatua altísima del padre del dictador norcoreano, Kim Il-Sung, muerto en 1994.  Es un símbolo de la provocación. Como el puente del no retorno, pisado por varios al mismo tiempo.



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