La excepción a la regla




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Más allá de izquierdas y derechas, los latinoamericanos buscan respuestas urgentes a problemas comunes

Antes de que amaneciera el milenio, el mundo estaba partido por la mitad. El Muro de Berlín separaba al comunismo soviético del capitalismo norteamericano. Los aislaba. Era uno o el otro, incluso después de la reunificación de Alemania, más allá de las adaptaciones libres de cada modelo según las idiosincrasias de los pueblos y de los gobiernos. No había más para escoger mientras Europa ensayaba con híbridos en busca de un sello propio. En busca, en realidad, de la tercera vía, mentada, o patentada, por el director de la London School of Economics and Political Science, Anthony Giddens.

Con ella convenció a Tony Blair de que fundara la internacional de centro izquierda que congregó en 2003 a un sindicalista duro como Luiz Inacio Lula da Silva, un intelectual socialista como Ricardo Lagos y un peronista práctico como Néstor Kirchner. Rara mezcla a pesar de la vecindad y de las coincidencias. Cinco años antes, mientras Francis Fukuyama insistía en clausurar la historia, Giddens había sorprendido a Bill y Hillary Clinton, y al vicepresidente Al Gore con su reformulación ideológica.

La explicaba con un chiste: “Lionel Jospin (primer ministro de Francia, socialista) conduce un coche en el que va con Tony Blair (primer ministro de Gran Bretaña, laborista). En una esquina no sabe hacia dónde dirigirse. Mira a su acompañante, intrigado. Obtiene como respuesta que ponga el intermitente de la izquierda y que gire a la derecha”. Esa era, pues, la esencia de la tercera vía: apuntar con el discurso hacia un lado, la izquierda, y disparar con los hechos hacia el otro, la derecha, de modo de contentar a unos y otros. A todos, de ser posible.

Derecha e izquierda, como definiciones ideológicas, quedaron en un limbo tras la caída del Muro de Berlín. En América latina, atada al dogma comunista sólo en Cuba, el debate no prosperó. ¿Qué tercera vía iban a discutir sus líderes si no habían asumido que la democracia, en algunos casos, y la paz, en otros, después de las dictaduras militares y de las guerras civiles, iban a dejar de ser esporádicas?

Con Alberto Fujimori, al final de la década del ochenta, y Hugo Chávez, al final de la década del noventa, apareció el fenómeno del outsider (ajeno a la política) como cuña entre los partidos tradicionales y la gente. En la mayoría de los casos, harta de promesas rotas, de desigualdades frecuentes y de impunidades duraderas. Harta, también, de no ver reflejados sus reclamos en el léxico proselitista.

En ese contexto, marcado por la inseguridad en Colombia, apareció un independiente desentendido de conservadores y de liberales, Álvaro Uribe. Desentendido, a su vez, de todo pacto con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), dispersas de nuevo después de haber administrado como si fuera de ellas un territorio de la superficie de Suiza, en los alrededores de San Vicente del Caguán, durante la presidencia de Andrés Pastrana.

El ensayo resultó vano. Curiosamente, algunos de los visitantes ilustres de los llamados farianos en el área de despeje no eran revolucionarios como ellos ni zapatistas mexicanos, indígenas ecuatorianos o sindicalistas bolivianos aunados bajo el credo de las tediosas lecciones doctrinarias que impartían cada tarde sobre Lenin, Mao y el Che, sino banqueros de Wall Street ansiosos de captar sus inversiones. Fui testigo de ello en medio de la pegajosa selva del sur colombiano. Testigo atónito, desde luego.

El capital, por más que proviniera de las drogas y de los secuestros, era bienvenido y, a diferencia de cualquier intruso, no debía presentar visa ni explicar sus propósitos. El capital nunca se aferró a ideología alguna. En general, ninguno de los gobiernos surgidos en América latina después de la caída del Muro de Berlín, más allá de su discurso, se identificó en forma abierta con una posición o la otra. Adquirieron perfiles propios e intransferibles, fruto de sus historias y de sus urgencias, de modo de contentar a unos y otros.

En su momento, Giddens advirtió los cambios inducidos por la globalización (y el movimiento en contra de ella, encabezado por Lula cuando no era presidente), por una economía sin peso o desmaterializada (más orientada hacia la tecnología que hacia los bienes), y por la decadencia de la tradición, las costumbres y los hábitos de vida. Los advirtió Giddens y los advirtió, también, Tirofijo, el jefe de las FARC, así como, desde las montañas del sudeste mexicanos, el encapuchado subcomandante Marcos, pionero de la difusión de su causa por correo electrónico.

En Gran Bretaña, presa de la amenaza del IRA, no se trataba de otra adaptación del comunismo y del capitalismo, o de una cuña entre ambos, sino de una respuesta a dos tendencias que, según Giddens, habían fracasado: el neoliberalismo de Margaret Thatcher, cuyo fundamentalismo de mercado precipitó el ocaso del Partido Conservador, y la socialdemocracia europea, nostálgica del Estado de bienestar y de las políticas de clase.

En América latina, desligada del drama colombiano como fenómeno particular y focalizado, el fundamentalismo de mercado volcó hacia la derecha todas las miradas, expectantes de los resultados de las privatizaciones de las compañías estatales y de la apertura de la economía, mientras quedaban en caja los dividendos de la corrupción.

El experimento de Fujimori con su monje negro, Vladimiro Montesinos, derivó en la consecuencia más frecuente de esos años: el desencanto, trasladado de inmediato a los políticos. Con una fórmula vieja, su sucesor, Alejandro Toledo, quiso combinar su origen indígena, menos rústico que en Evo Morales por no haber abolido la corbata, con su celo en la economía. ¿El resultado? Cifras en alza y popularidad en baja.

¿Cuál era la fórmula, entonces? La crisis argentina, con Néstor Kirchner como emergente, puso en evidencia la necesidad de renunciar a la pertenencia a un partido en particular y de ser el peor enemigo de los presuntos enemigos de la gente, fueran las multinacionales, los bancos, los periodistas, los curas, los ganaderos o los granaderos.

El componente emotivo, al cual apelaron desde Kirchner y Lula hasta Tabaré Vázquez y Michelle Bachelet, superó estructuras o aparatos partidarios de los cuales se valieron para apuntalar el discurso. En resumen, ninguno adhirió a la tercera vía, pero todos aplicaron la alternativa patentada por Giddens. Uribe, conservador al estilo Toledo o Vicente Fox, pasó a ser la excepción a la regla en medio de una tendencia general a poner el intermitente de la izquierda. La excepción en el discurso, no en la regla, con licencia para ir a contramano.

Sólo Chávez, con sus petrodólares, pudo identificarse con una ideología: el socialismo. Para los otros, de izquierda o de derecha, hubiera sido riesgoso. Demasiado riesgoso, creo yo, frente a la efervescencia contra el Consenso de Washington y contra los tratados de libre comercio con los Estados Unidos. Frente la efervescencia contra nosotros mismos, deseosos de conducir el coche, antes de que anochezca, hacia un destino más amable que la incertidumbre.



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