El cadáver exquisito




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El Tribunal de La Haya se ahorró un veredicto sobre derechos humanos que hubiera puesto en tela de juicio a Europa

En vida, Slobodan Milosevic padeció los suicidios de su padre (se voló la tapa de los sesos en 1962) y de su madre (se ahorcó una década después). Padeció, también, el suicidio de la Unión Soviética. En el ínterin, aquel hombrecillo gris de la nomenklatura que trepó el palo enjabonado de la Liga Comunista de Belgrado, en donde obtuvo el título de abogado, apuró el suicidio de una nación, Yugoslavia, desgajada en Estados, o en simulacros de Estados, divididos, a su vez, por fronteras más étnicas que políticas. Divididos por fronteras trazadas con el odio que supo contagiar con un discurso nacionalista y provocador con el cual quebró el legado del mariscal Tito, todopoderoso entre 1945 y 1980.

Con su muerte, signada como su vida por el fantasma del suicidio como posibilidad casi limítrofe con el envenenamiento, el Tribunal Penal Internacional para los crímenes en la antigua Yugoslavia (TPIY), cerró el caso. Sobre Milosevic, cuyo cadáver fue hallado el sábado 11 en su celda de La Haya, pesaban cargos por crímenes de lesa humanidad cometidos en Kosovo, Bosnia-Herzegovina y Croacia. Sobre la Unión Europea, ciega, sorda y muda mientras cometía atrocidades, pesaban cargos por su indiferencia.

Peor desenlace no pudo tener el primer juicio contra un ex mandatario, o ex mandamás, procesado en un tribunal internacional por genocidio. Las Naciones Unidas, de las cuales dependía el juicio, defraudaron a las víctimas y a los sobrevivientes de sus órdenes: 80.000 albaneses deportados y otros tantos asesinados antes de que estallara la guerra contra su régimen que declaró la alianza atlántica (OTAN). Por apenas un día, Milosevic no murió en la misma fecha que Zoran Djindjic, primer ministro de Serbia liquidado el 12 de marzo de 2003 por un paramilitar que no le perdonó haberlo entregado a la justicia internacional.

Era la ocasión de juzgar algo más que al orador de voz grave o aguda, cambiante como su carácter, que se proyectó durante sus 12 años en el poder como una sombra de sí mismo, adulado por las masas cada vez que insultaba a los albaneses y exaltaba a los serbios. Era la ocasión de juzgar algo más que al líder serbio que, herido en su orgullo por las represalias contra los suyos, rompió el 27 de abril de 1987 con el tabú de no hablar sobre asuntos étnicos dictado por Tito o, como en toda dictadura, de no hablar más de una vez. Era la ocasión de juzgar, más que todo, la transición del comunismo al nacionalismo y de honrar los derechos humanos.

De menor a mayor, la sangre iba a bañar Eslovenia, Croacia y, sin precedente desde el dominio nazi, Bosnia-Herzegovina. Punto crucial en el cual Milosevic debió capitular y firmar los acuerdos de Dayton, pero no iba a detenerse hasta aplastar como hormigas, según su léxico, a los holgazanes que poblaban Kosovo y su prima menor, Vojvodina, razón de la guerra de 1999, y de su derrota en las elecciones de 2000 frente a Vojislav Kostunica, capaz de empuñar un fusil Kalashnikov en defensa de los serbios y, como abogado, de defender a un criminal de guerra como Radovan Karadzic.

El Partido Socialista Serbio, de Milosevic, halló en la Izquierda Unida, de su mujer, Mirjana Markovic, profesora de sociología marxista de la Universidad de Belgrado, más purista que él en cuestiones ideológicas, y en el Partido Radical, de Vojislav Seselj, familiarizado con el nacionalsocialismo de Hitler y el fascismo de Mussolini, el triángulo en el cual iba a encender una vela, proyectar su rostro y sombrear a todos aquellos que no fueran serbios. A todos aquellos que iban a maldecir por la mañana ser croatas, musulmanes o albaneses, cercados por una milicia impiadosa que, al caer la noche, marcaba las diferencias.

En Kosovo, su último acto, Milosevic predijo la desintegración, o el suicidio, de Yugoslavia. Fue en noviembre de 1989, después de ganar las elecciones presidenciales de Serbia. Dos años después, Croacia y Eslovenia proclamaron su independencia. Mandó al ejército; fracasó. Situación que no iba a repetirse en diciembre de 1991 en Bosnia-Herzegovina: los paramilitares, apoyados por sus tropas, ejecutaron la peor limpieza étnica desde la Segunda Guerra Mundial. En suspenso quedó la independencia de otro Estado, o simulacro de Estado, Montenegro.

Frente a ello, la Unión Europea no reaccionó. Ni un dedo movió hasta que los Estados Unidos, con la excusa de la defensa de los derechos humanos, desbarataron los negocios de Milosevic con Moscú, en donde sus parientes y sus colaboradores hallaron refugio, y consuelo, cuando cayó en desgracia. De Boris Yeltsin a Vladimir Putin nada cambió.

La conversión de la Yugoslavia comunista de Tito en un sistema autoritario, por más que tuviera instituciones y maquillaje democráticos, tampoco distó mucho del modelo aplicado por el nacionalismo imperial ruso posterior a la Unión Soviética.

En apenas un año desaparecieron aquellos que provocaron estragos en los Balcanes durante la década del noventa. El presidente de Croacia, Franjo Tudjman, acérrimo nacionalista, murió en diciembre de 1999; poco después, su partido fue desplazado del poder por indicios corrupción. En octubre de 2000, el presidente bosnio Alija Izetbegovic renunció por los achaques de la edad; su partido musulmán sufrió las consecuencias de no haber atendido los problemas económicos y sociales del país. Ese mismo mes cayó Milosevic.

Antes de la guerra, las limpiezas étnicas habían provocado daños colaterales en la Unión Europea, impotente frente al drama y su propia incapacidad de definir una política común. La Francia de Mitterrand veía en Milosevic al gendarme de la puerta de Oriente, en un conflicto de intereses con Gran Bretaña y Alemania, mientras recibía créditos de los Estados Unidos, confiados, todos, en la mirada impasible de las tropas de las Naciones Unidas. El resultado: criminales aún prófugos, violencia aún latente y pocas, muy pocas, garantías individuales.

Hasta sus últimos días, Milosevic, de 64 años, vivió como Augusto Pinochet, Saddam Hussein y otros dictadores acusados de violaciones de los derechos humanos. Tenía una oficina privada con computadora, televisión y mesa de ping-pong. Solía recibir visitas de parientes y amigos, así como a su entrenador personal. Murió en cama. Solo.

En vida, Milosevic concibió la idea de una Gran Serbia. Es decir, de un país en el cual sólo pudieran vivir los serbios. Con ese criterio, los jueces del TPIY optaron por unificar todas las causas en lugar de dictar sentencias separadas sobre sumarios específicos, como Kosovo.

Con su muerte, atribuida por los médicos forenses a un infarto de miocardio, evitó el riesgo de una condena a cadena perpetua; en varias ocasiones, desde 2002, el juicio debió suspenderse por su largo historial de hipertensión crónica y de problemas cardíacos.

Peor desenlace, entonces, no pudo tener. Detrás de él, marcada la vida de Milosevic por el estigma del suicidio, dejó en suspenso el veredicto que hubiera enterrado el capítulo más atroz de la historia de Yugoslavia. O de lo que lo que quedó de ella, a salvo del suicidio.



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