Devolución de gentilezas




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El escándalo de la parapolítica, por el cual hay detenidos legisladores oficialistas, amenaza con perjudicar a Uribe

Abrigaba un sueño: comprarse un camión. Un sueño distante, pensaba. Imposible, tal vez. Efraín González creía que nunca iba a alcanzarlo. Hasta que un día, el viernes 9 de mayo de 2003, supuso que la fortuna había llamado a su puerta. Estaba limpiando la buseta (autobús) que conducía en Bucaramanga, a 379 kilómetros de Bogotá, y en las escaleras halló una billetera; la guardó con disimulo y sin abrirla. En su casa, como un chico después de haber cometido una travesura, volcó el contenido sobre la mesa. Dinero no halló, lo cual resultó frustrante.

Halló, empero, una tarjeta de crédito en la que, curiosamente, estaban escritos al dorso los cuatro dígitos de la contraseña. Vencido por la tentación, González esperó que llegara un pariente y corrió con él hacia el cajero automático más cercano. Introdujo la tarjeta y tecleó, presuroso, un número tras otro. Retiró dinero. Buscó otro cajero automático, y otro, y otro… Reunió, en total, 12 millones de pesos, algo así como 4225 dólares o el equivalente a 36 salarios mínimos mensuales en Colombia.

Era mucho dinero. Muchísimo. Comenzaba a hacerse realidad el sueño del camión. El sueño de conducir su propia vida en lugar de una buseta ajena. El sueño de ser el dueño de su destino. Le temblaban las piernas de la emoción y, en el fondo, de los nervios. De vuelta en su casa, temeroso de haber dejado huellas del safari que había emprendido entre el viernes y el sábado por 32 cajeros automáticos, quemó la billetera y su contenido, excepto unas estampitas del Divino Niño y una cadena diminuta. “Es que imagínese, quedarse con los papeles del presidente –declaró ante la Fiscalía General de la Nación–. ¡Qué peligro!”

Eso digo yo: ¡qué peligro! González no había encontrado cualquier billetera. Había encontrado la billetera del presidente Álvaro Uribe, pasajero ocasional de la buseta durante una visita a Bucaramanga. En Bogotá, enterado de la pérdida durante una junta del consejo de ministros, Uribe presentó la denuncia ante la inspección de policía (comisaría) del barrio La Candelaria. En la billetera llevaba la tarjeta de crédito, el documento de identidad, el certificado del servicio militar y un salvoconducto para portar armas.

Casi cuatro años después de aquello, los registros de una computadora incautada por la Fiscalía a un lugarteniente de los jefes paramilitares de la costa del Caribe revelaron presuntos vínculos entre ellos y políticos cercanos a Uribe. Figuraba el senador Álvaro Araújo, hermano de la ex canciller María Consuelo Araújo, renunciante a raíz de los reparos de los legisladores demócratas de los Estados Unidos, con mayoría en el Capitolio, para aprobar el tratado de libre comercio entre ambos países y el Plan Colombia II si permanecía en el cargo.

Los registros desnudaron desde apoyos financieros hasta asesinatos e intimidaciones en regiones en las cuales la coalición de Uribe se vio bendecida por los votos. Varios legisladores, gobernadores y alcaldes, a su vez, firmaron en 2001 un documento en el cual justificaban las acciones de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), creadas en los ochenta por terratenientes y ganaderos para protegerse de las extorsiones y de los secuestros de lacras de otro signo, como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Esos grupos, de derecha o de izquierda, apañan a varones de la droga y operan como ellos.

Antes de hacerse cargo de la presidencia, Uribe sufrió 17 atentados. El día de su primera asunción, el 7 de agosto de 2002, las FARC atacaron la Casa de Nariño (sede del gobierno) y el Congreso con morteros de fabricación artesanal; murieron 17 personas. Su padre, Álvaro Uribe Sierra, terrateniente y ganadero de Antioquia, había sido asesinado en 1983 por resistirse a ser secuestrado por las FARC.

Con el propósito de proteger al presidente, reelegido en 2006, los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y España colaboraron con su seguridad: donaron equipos de última generación y entrenaron a los custodios. No menos de 500. Ninguno advirtió que a Uribe se le había caído la billetera en la buseta. Al parecer, cuando se quitó el saco para tomarse fotos con unos chicos que habían ido a su encuentro.

Los paramilitares cometieron masacres. Sobre todo, entre los colaboradores de las guerrillas izquierdistas. Desde 2003, por una ley impulsada por la Casa de Nariño y aprobada por el Congreso, más de 31.000 entregaron sus armas y prometieron confesar sus crímenes a cambio de sentencias piadosas.

Quedaron cabos sueltos, sin embargo, como la contraseña en el dorso de la tarjeta de crédito de Uribe. Hubo descuidos, en realidad.

En el caso de los paramilitares, Uribe se vio forzado a tomar una decisión política. Sustituyó a la ex canciller Araújo por Fernando Araújo, el ex ministro de Andrés Pastrana que logró huir a fines de 2006 de las FARC después de haber sido su rehén durante seis años. Ambos Araújo no tienen parentesco.

En el caso de la tarjeta de crédito, su secretaria había recibido un extraño llamado telefónico del Banco Santander, del cual Uribe era cliente desde hacía más de 20 años: había habido inusuales extracciones de su cuenta personal. En menudo problema se había metido González, grabado por las cámaras de los cajeros automáticos. Lo acusó la Fiscalía de hurto y falsedad. “Sólo saqué 12 millones de pesos porque era lo que necesitaba –dijo–. No saqué nada más.” Era la suma que le hacía falta “para comprar un camión y poder trabajar”.

Uribe retiró los cargos. “Es gente pobre –adujo–. Hay que darle una nueva oportunidad.” Con el gesto quiso honrar su lema de campaña: “Mano firme, corazón grande”. O sacar rédito de él. ¿Qué necesidad tenía de ir por el mundo con la tarjeta de crédito si, por ser quien era, no iba a pagar ni un tinto (café)? “Ninguna”, me dijo, risueño y despreocupado, dos semanas después de haber perdido la billetera. En sus bolsillos, no obstante ello, llevaba, por consejo de su padre, “bolígrafo, libreta, pañuelo, peine, plata y navaja”.

Desde noviembre, Uribe sabía que 2007 no iba a ser su mejor año. Poco antes de ser detenido, el senador Araújo le había advertido: «Si vienen por mí, vienen por la Conchi [apodo de su hermana] y por usted, presidente». No quiso dar crédito a sus palabras. La oposición del Congreso pidió un mes después la cabeza de la ex canciller. En vísperas de la inminente visita de George W. Bush a Colombia, el 11 de marzo, no pudo sostenerla: es el segundo país en recibir ayuda militar de los Estados Unidos, después de Israel.

Le preguntaron a los siete años qué quería ser cuando fuera grande. “Presidente”, respondió Uribe. Le preguntaron después a un hermano menor, Jaime, que quería ser cuando fuera grande. “Yo quiero ser el hermano del presidente”, respondió. Uribe, primogénito de cinco hermanos, terminó siendo el primer presidente independiente de Colombia, desertor del Partido Liberal y desentendido del Partido Conservador. Terminó siendo, también, el primer presidente salpicado por la llamada parapolítica a raíz de un descuido, como aquel que hizo famoso por un rato al tal González, que sólo soñaba con conducir su propio camión.



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