El reformatorio




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En un suspiro, el huracán Katrina demandó más dinero que la guerra contra Irak. En un suspiro, también, el huracán Bush arrasó con la mayoría de las reformas en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que pretendía su secretario general, Kofi Annan. En un suspiro, a su vez, el huracán Al-Qaeda cometió la peor masacre en Irak desde que estalló la guerra. En un suspiro, pues, tres huracanes chocaron entre sí.

Por ellos, la fiesta inolvidable no pudo ser más que la siesta olvidable. Y las reformas en la mole de Manhattan, cuyo fin suelen ignorar sus vecinos norteamericanos, terminaron siendo, a seis décadas de su fundación, apenas un intento fallido. Un capricho de los países de recursos escasos, quizá.

Bush, acosado por el huracán Katrina, se cobró de ese modo el vano afán de legitimar la guerra en el Consejo de Seguridad. Más no pudo hacer Annan, acorralado por el resultado desprolijo del programa Petróleo por Alimentos, diseñado por la ONU para Irak. Lapidarias habían sido las conclusiones del comité independiente de investigaciones, encabezado por Paul Volcker, ex presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos: hubo graves errores de supervisión tanto del secretario general como del Consejo de Seguridad, así como evidencias de corrupción de funcionarios, compañías y particulares.

El programa, desarrollado entre 1996 y 2003, permitía que el régimen de Irak vendiera cantidades limitadas de crudo e importara productos de primera necesidad. Permitió, en realidad, que Saddam Hussein embolsara fortunas (algo así como 21.000 millones de dólares) mientras traficaba petróleo propio y mercadería importada a costa de la miseria de su pueblo. Era un paliativo de las sanciones por haber invadido Kuwait, detonante de la primera Guerra del Golfo, y por sus flirteos posteriores con los inspectores de la ONU ante las sospechas sobre su presunto arsenal oculto de armas de destrucción masiva.

En el escándalo estuvo involucrado un hijo de Annan, Kojo, empleado de una compañía contratista de capitales suizos, Cotecna, así como Igbal Riza, su jefe de gabinete, y Dileep Nair, secretario general adjunto de la oficina de supervisión interna de la ONU, entre otros. Rodaron varias cabezas.

Annan, presionado por el despilfarro de sumas siderales mientras morían chicos iraquíes por falta de alimentos y de medicamentos, accedió a crear el comité independiente de investigaciones. No todo estaba bajo su ala: la supervisión del programa era competencia de China, Gran Bretaña, Rusia, Francia y los Estados Unidos, miembros permanentes del Consejo de Seguridad.

Por la segunda Guerra del Golfo, el programa fue disuelto. Parte de los dividendos obtenidos por Saddam engrosaron las arcas de la Autoridad Provisional de la Coalición, dirigida por los Estados Unidos apenas cantó victoria en Irak. Annan, enfrascado en las reformas, sabía que no iban a ser un trámite fácil. En vísperas del aniversario, Bush nombró embajador a John Bolton, tan encariñado con la ONU y el multilateralismo como Superman con la kriptonita. Lo nombró a dedo, el 1° de agosto, por medio de un artilugio legal: las vacaciones de los congresistas después de haber sido reprobada su candidatura por el Senado.

Aún libre del huracán Katrina, Bush desató con él otro huracán que iba a arrasar con los planes de Annan de romper con el esquema derivado de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría. Fría, por el entusiasmo nulo de los Estados Unidos, quedó la mera intención de combatir la pobreza y de fomentar el desarrollo a plazo fijo, como parte de los Objetivos del Milenio, así como la ampliación del Consejo de Seguridad, estancado desde 1945.

Pagó caro Annan haber objetado los deseos de Bush, por más que, en el fondo, su mayor pecado haya sido consentir, o acaso desconocer, la corrupción generada delante de sus narices por el programa pactado con Saddam. Sobre todo, con un hijo y gente de su confianza bajo sospecha. Lo condenó, o lo ató de pies y manos, su lealtad o su confianza.

La reforma, entonces, convirtió a la ONU, degradada desde los tiempos del ex secretario general Boutros Boutros-Ghali por sus diferencias con el gobierno de Bill Clinton, en una especie de reformatorio, con opciones en lugar de obligaciones, buenos deseos en lugar de medidas concretas, discursos hirientes en lugar fondos frescos y promesas en lugar de compromisos. Aquello que iba a hacerse y no se hizo, en suspenso como las deudas de los morosos, reflejó, más que todo, diferencias de conceptos y de metas. Insalvables, algunas de ellas.

Bolton cumplió con su labor sin miramientos: acordó con China, en desmedro de un aliado de los Estados Unidos como Japón, no ampliar el Consejo de Seguridad. Y mató cuatro pájaros de un tiro: con Japón, miembro de la coalición en Irak, habían cabildeado Brasil, Alemania y la India por bancas permanentes. Veremos, obtuvieron como respuesta.

Satisfecho con ello, Bush coronó en el aniversario de la ONU la cruzada por la cual se arrogó a sí mismo el mote de presidente de la guerra: refrendó con Tony Blair, Hu Jintao, Vladimir Putin y Dominique de Villepin (enviado de Jacques Chirac, ausente con aviso) una resolución del Consejo de Seguridad que condena la incitación al terrorismo, cuya definición rechazaron los países árabes, e insta a perseguirlo hasta debajo de la mesa.

El terrorismo, mientras tanto, mató en Irak más de 200 chiitas en 48 horas como resultado de ataques suicidas simultáneos. El mensaje del huracán Al-Qaeda, transmitido por Abu Mussab al Zarqawi, partidario de la reposición del poder a los sunnitas de Saddam, procuraba exponer ante la comunidad internacional, reunida en la ONU, el fracaso del laboratorio de las guerras preventivas. Pero Bush, su mentor, ya estaba más allá del bien y del mal: debía pedir al Capitolio una partida fenomenal de fondos para reconstruir Nueva Orleáns y sus alrededores, sacudidos por el Katrina.

Con igual énfasis, Bolton había regateado en la ONU aportes para luchar contra el hambre, el sida, la tuberculosis y la malaria en países de recursos escasos. Adujo que iba a ser una irresponsabilidad si, a cambio, no recibía garantías de transparencia y de control de ese dinero, previsto en las reformas como vía de una mano para reducir la pobreza extrema, detener la mortalidad infantil e imponer la enseñanza primaria universal en 2015. La respuesta emuló la adhesión de Bush al Protocolo de Kyoto sobre el calentamiento global: encantado si no es vinculante (obligatorio), de modo de no hipotecar el futuro.

Compromisos no asumió. Dejó todo como estaba, reticente al debate de la legitimidad, devaluada antes de la guerra contra Irak, más allá de predicar el multilateralismo, cordón umbilical de su irreprochable democracia. En el reformatorio, por fallas en su diplomacia pública, el gobierno norteamericano no reparó en preservar la imagen, expuesta a huracanes más furiosos que el Katrina, Bush y Al-Qaeda.

Expuesta al fiasco de las reformas que, empañadas por el desempeño de su gestor en un programa que benefició a uno de los peores enemigos de los Estados Unidos y fomentó la corrupción, no logró fraguarse. Y todo quedó como estaba; como estaba en 1945.



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