Bush y, más allá, la inundación




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Cuatro años después de los atentados terroristas, EE.UU. recibió un huracán de solidaridad a pesar de sus evasivas

No, gracias. En boca de George W. Bush, la respuesta a la oferta espontánea de ayuda externa parecía definitiva. Era peligroso aceptarla, como si de Uganda se tratara. Era peligroso por la amenaza terrorista nunca acallada y, a la vez, algo así como un deshonor. La necesidad, empero, tuvo cara de hereje. El país más poderoso del planeta, al cual recurren todos en casos de urgencia, no pudo preservar su cerrazón. O, acaso, su orgullo. No pudo por un indicio concreto: el vicepresidente Dick Cheney, enviado a la zona del desastre, advirtió que era más popular en Bagdad que en Nueva Orleáns. Sólo recibió insultos para él y recuerdos para Bush.

Enterado de ello, Bush cambió de opinión: delegó en terceros, como la alianza atlántica (OTAN), la Cruz Roja y el Ejército de Salvación, así como en soldados y en expertos extranjeros, aquello que, según él, no pudo hacer su gobierno por culpa de la burocracia. La maldita burocracia. Por ella, entonces, no por impericia propia, dilapidó su capital político, refrendado con el cheque en blanco de la reelección, en noviembre de 2004, después de un primer período signado por la voladura de las Torres Gemelas y, como réplica, las guerras preventivas.

Con él no habían podido las fallas de inteligencia, ni las sospechas de favoritismos, ni las Naciones Unidas, ni Francia, ni Alemania, ni los muertos en Irak, ni las torturas de Abu Ghraib, ni el limbo de Guantánamo, ni la oposición demócrata. Nada había podido con Bush. Nada, excepto la burocracia, a la cual recurrió en varias ocasiones como excusa para aplacar ínfulas, y ganar tiempo, sin admitir errores.

En el ínterin, la confusión creó empleo. Y robusteció la burocracia. Ante el exceso de reuniones, el vademécum aplicado por Bush consistió en convocar a una reunión para analizar, justamente, el exceso de reuniones. O, como los presidentes del Grupo de Río, para debatir la multiplicidad de foros que, por la multiplicidad de foros, no pudieron debatir en un foro en el cual no estuvieron.

Bush tampoco estuvo donde debía estar en el momento en que debía estar. No estaba inmerso en replanteos geopolíticos ni en estudios macroeconómicos, sino de vacaciones. Frente al hecho consumado, con el huracán Katrina usó la misma fórmula que con el vendaval Osama: sólo la burocracia puede combatir la burocracia.

Entonces, mientras se hundía el lejano sur ante su mirada perpleja por la ineficiencia federal, estatal y comunal, procuró soslayar las críticas, plasmadas en los insultos contra Cheney en la zona del desastre, con la decisión de crear una comisión independiente que investigue su proceder. Es decir, qué salió bien y qué salió mal. Nada salió bien. O todo salió mal. La burocracia, concluyó, hizo más estragos que el huracán.

La tragedia, no obstante ello, desató un tsunami de solidaridad internacional con aquellos que padecieron la desgracia de perderlo todo, hasta la dignidad. Fue la oportunidad de retribuir favores a un país que, más allá de las suspicacias y de las intervenciones en nombre de su interés nacional, supo estar en donde debía estar en el momento en que debía estar. En casa, la burocracia, cual ente abstracto sin cara ni ley, entorpeció la tarea. No fracasó Bush, según Bush. Tropezó con la burocracia.

Frente a ello, la senadora demócrata Hillary Rodham Clinton y su marido, Bill Clinton, llamado con papá Bush a recaudar fondos para los damnificados, percibieron, también, el efecto negativo de la burocracia: pidieron que una comisión independiente (otra comisión, aclaro) investigue el proceder de Bush, de modo de no perder el hábito de combatir el exceso de reuniones con más reuniones.

Por la burocracia, parte de la ayuda externa, valuada en más de mil millones de dólares en metálico y en especie, quedó varada durante días en puertos y aeropuertos norteamericanos.

Un avión sueco cargado con una centralita de telefonía móvil y sistemas de purificación de agua no recibió permiso para aterrizar. Perros adiestrados para buscar víctimas y equipos médicos enviados desde Alemania debieron aguardar la autorización correspondiente. Un cargamento de bananas procedente de Panamá a punto estuvo de echarse a perder en el contenedor. Y un barco de bandera mexicana con agua potable no pudo anclar.

Como después del 11 de septiembre, Bush evitó que rodaran cabezas a su alrededor. Sobre todo, de su gente. Con el llamado a Clinton quiso neutralizar a los demócratas, huérfanos desde noviembre de 2004 (desde antes, en realidad) de un líder capaz de hacerle frente. Un líder carismático y moderado, modelo momentáneamente agotado.

Entre los norteamericanos no cundió la gran depresión, sino la gran decepción. ¿Por qué Halliburton, la compañía que ganó sospechosamente los contratos para la reconstrucción de Irak, repuntó en Wall Street apenas Cheney, su antiguo directivo, asomó la nariz en Nueva Orleáns?

Del más grande, del más poderoso, uno no imagina conjeturas de ese tipo en circunstancias tan dramáticas. Tampoco imagina visos de fraude, como en la victoria de Bush en 2000, ni postales africanas, como en la zona del desastre. Envidia quiere sentir uno, no compasión, de modo de creer en algo mejor.

La realidad, por haberla vivido, dicta otra cosa. El homeless (sin techo) que en invierno no halla mejor refugio que el alero de la estación de subte Metro Center, a un par de cuadras de la Casa Blanca, muere de frío. En Washington, Nueva York, Chicago, Miami o Los Angeles, las zonas rojas son tan peligrosas como los suburbios de las ciudades latinoamericanas. Y no hay alternativa para aquel que queda fuera del sistema (sin asistencia social ni seguro médico).

Después del maremoto del 26 de diciembre de 2004 en el sudeste asiático, la campaña de solidaridad con los Estados Unidos vino a ser, tal vez, la mayor operación de ayuda humanitaria en la historia. Hasta los países más pobres, como Uganda, reunieron fondos para colaborar. ¿Por qué no considerarlo una regla en lugar de una excepción?

El Katrina desnudó, en cierto modo, el otro país. El país que no miramos. El país que, para alarma de Barbara Bush, arribó al estadio Astrodome, de Houston, Texas, su estado. El país por el cual profirió una primera impresión digna de su hijo: es asustante, dijo. Su nuera, Laura, dejó entrever que los pobres suelen ser los más expuestos a las catástrofes naturales mientras su marido, el mero Bush, rechazaba, en un arrebato, la oferta  de ayuda externa.

Antes de la guerra contra Irak, en sus manos tuvo un informe de inteligencia que vislumbraba la posibilidad de tirar revistas pornográficas en vez de misiles teledirigidos desde los cielos de Bagdad. Iba a ser una afrenta contra la religión musulmana y, con el respaldo de infiltrados, una causa de rebelión interna capaz de tumbar a Saddam Hussein. Creyó que era un insulto, como los recibidos por Cheney en la zona del desastre. No, gracias, respondió.



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