Armas de destrucción más IVA




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La reacción tardía tras el paso del huracán y el dolor de la madre de un soldado han acentuado las críticas contra Bush

En agosto, las fuerzas norteamericanas desplegadas en Irak sufrieron 74 bajas. Fue el tercer índice más alto desde abril y noviembre de 2004; murieron entonces 126 y 125 soldados, respectivamente. Entre ellos, Casey Sheehan, voluntario de 24 años procedente de una familia de clase media de Vacaville, a mitad de camino entre Sacramento y San Francisco, California.

Su madre, Cindy Sheehan, de 48 años, quiso reunirse con George W. Bush. La razón: mi hijo ha muerto por una causa justa, adujo, quiero saber cuál es esa causa justa. No obtuvo respuesta. En vano montó guardia durante más de una semana, bajo los rayos de un sol implacable, a la vera del rancho de Crawford, Texas, en donde el presidente de los Estados Unidos, de vacaciones, recibió en mangas de camisa a los secretarios de Defensa, Donald Rumsfeld, y de Estado, Condoleezza Rice, entre otros. No a ella.

Por un derrame cerebral de su madre, Shirley Miller, de 74 años, Cindy Sheehan debió levantar campamento antes del final de las vacaciones de Bush, pero otros parientes de soldados muertos en Irak, convocados por la misma inquietud en 1500 puntos diferentes del país, comenzaron a exigir respuesta. Respuesta que tampoco obtuvieron, desde luego. Menos aún, cara a cara, como pretendía ella.

Desde el rancho, Bush dijo que entendía el dolor ajeno, pero también dijo que no estaba dispuesto a contemplar la demanda de Cindy Sheehan, fundadora de la organización Gold Star Families for Peace, de replegar las tropas del Golfo Pérsico.

Horas después, algunos de esos soldados, de vuelta en los Estados Unidos, acudieron tarde y mal al rescate de sus compatriotas en Nueva Orleáns y la costa del Golfo de México, azotados por el huracán Katrina, primero, y por los saqueos y el caos, después. Tragedias tan espantosas como la voladura de las Torres Gemelas: para reaccionar, empero, Bush se tomó su tiempo en ambas ocasiones.

Demoró tanto, en realidad, que no llegó a asimilar en el ínterin que Irak, con su propio millar de muertos en un día por la estampida que provocó el derrumbe del puente sobre el río Tigris durante una peregrinación religiosa chiita, superó en costos mensuales a Vietnam: en promedio, 5600 millones de dólares contra 5100 millones, con los ajustes correspondientes por la inflación, según el Institute for Policy Studies y el Foreign Policy in Focus, de tendencia liberal.

¿Estadísticas capciosas e inoportunas? Seguramente, pero no por ello erróneas. Sobre todo, por la sensación de haber pedido aquello que Bush quiso garantizar desde los atentados terroristas: la seguridad. Frente a la razón de Cindy Sheehan para exigir respuesta, el argumento del presidente de la guerra era preservar el orden.

El orden, sin embargo, se vio alterado, o vulnerado, por las lágrimas que preludiaron el huracán. Y, más allá de su filiación demócrata, por las iras del alcalde de Nueva Orleáns, Ray Nagin, sorprendido por la falta de sensibilidad del gobierno federal frente a la magnitud de la catástrofe. En su léxico, Bush puede controlar el planeta, pero no puede proteger a su gente. Ni lidiar con un tsunami en casa, no en el sudeste asiático como en diciembre de 2004, en un mundo en el cual, por ejemplo, no existe el calentamiento global y, por ello, no necesita el Protocolo de Kyoto.

Por el huracán, Bush acortó dos días sus vacaciones, habitualmente más prolongadas. Desde el avión en el que iba a Washington dos días después, echó un vistazo sobre la tierra desbordada por las aguas. Dos días más demoraron en arribar los efectivos de la Guardia Nacional, algunos de ellos provenientes de Bagdad, con una consigna más propia de la guerra que de una tragedia: disparar a matar,   de modo de restablecer el orden en un territorio dominado por reacciones en apariencia más cercanas a América latina que a los Estados Unidos.

Primó la condición humana. Y  Bush no encontró armas de destrucción masiva en Irak, sino armas de destrucción más IVA en los Estados Unidos. Su popularidad cayó al 45 por ciento. Cayó, en parte, por no haber tenido el temple para reunirse con Cindy Sheehan, apodada madre coraje; cayó, en parte también, por no haber estado a la altura de las circunstancias apenas supo de las secuelas desgarradoras del Katrina.

En el medio no pudo ocuparse de la desgracia de los chiitas de Irak por no desatender a sus compatriotas, pero, en un discurso frente a militares, dejó en claro que no iba a permitir que los pozos de petróleo cayeran en manos de Abu Musab al Zarqawi, lugarteniente de Al-Qaeda, y financiaran sus actividades terroristas. He ahí sus prioridades, más allá de la loable empresa de democratizar los países árabes en defensa del interés nacional norteamericano, mientras el barril de crudo batía récords a un precio cercano a los 70 dólares.

Frente a la indignación del alcalde de Nueva Orleáns, Bush debió admitir que los resultados no eran aceptables. Eran inaceptables, en verdad, frente al impacto que iba a tener un huracán de categoría superior a los anteriores en una ciudad vulnerable de por sí por haber sido concebida por debajo del nivel del mar. Fallaron los planes de evacuación y de asistencia, así como las previsiones.

Sobre la superficie quedaron los reclamos no atendidos por un presidente concentrado en un solo tópico, la guerra, a pesar de sus costos humanos y económicos, y su entusiasmo en aprobar presupuestos suplementarios en el Capitolio, como los 74.700 millones de dólares con los cuales partieron las tropas hacia Irak. Cubrían sólo los primeros 30 días de las operaciones después de haber invertido 1000 millones de dólares en misiles crucero, 380 millones de dólares en uniformes especiales contra ataques con armas de destrucción masiva (no más IVA), más de 100 millones en misiones de combate aéreo y cero, nada, en el refuerzo de las defensas de Nueva Orleáns y la costa del Golfo de México, postergado en el Congreso.

¿Quién iba a suponer en marzo de 2003 que Florida, Louisiana, Mississippi y Alabama iban a quedar bajo las aguas después del embate demoledor del Katrina? ¿Quién iba a suponer, dos años y medio después, que las respuestas de Stephen Hadley, asesor de Seguridad Nacional, y su subjefe de gabinete, Joe Hagin, iban a ser insuficientes, o superfluas, para la madre doliente de un soldado muerto en Irak que montaba guardia a la vera del rancho de Crawford?

En el fondo, Cindy Sheehan esperaba hablar más que escuchar. Esperaba reprocharle a Bush: dime la verdad; dime que mi hijo murió por petróleo; dime que mi hijo murió para hacer más ricos a tus amigos; dime que mi hijo murió para promover el cáncer de la pax americana, el imperialismo en Medio Oriente, dime eso, y no que mi hijo murió por libertad y democracia.

Era mucho pedir.



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