Lo peor es enemigo de lo malo




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La manipulación orwelliana del lenguaje ha llevado al secretario general de la ONU a pedir una definición del término

En prisión, Saddam Hussein acepta mansamente la realidad: el reverendo Jesse Jackson, de filiación demócrata, es el presidente de los Estados Unidos; George W. Bush ha perdido las elecciones en noviembre de 2004.

Despojado de todo poder y de toda gloria, así como de todo contacto con el exterior, el tirano pretérito no tiene más alternativa desde diciembre de 2003, cuando fue hallado en el hoyo en el cual estaba oculto, que creer en la palabra de su carcelero norteamericano, Jesse Dawson. O admitirla, al menos, mientras, en la intimidad, se confiesa nostálgico de Ronald Reagan y se muestra dispuesto a hacer las paces con su enemigo, Bush.

Entre cuatro paredes, aburridos, ambos departen sobre bueyes perdidos. Tiempo les sobra. Afuera continúa la guerra. Saddam está convencido de que terminó. Y está convencido de que Jackson es, en efecto, el presidente de los Estados Unidos. Dawson había querido gastarle una broma. Pero entre ellos, aislados del mundo, la mentira es la verdad y la verdad es la realidad. La única versión disponible de la realidad, digamos.

Lejos está Saddam de ser el bueno de Winston Smith, reformado en la sala de tormentos 101 de la novela 1984, de George Orwell; más cerca está de ser, con su prontuario frondoso y su mirada severa, el renegado Emmanuel Goldstein, enemigo del pueblo. A su vez, cerca y lejos están Bush y Tony Blair de ser el Gran Hermano, embarcados en una guerra declarada con argumentos falsos y, más allá de la maldad del reo, preservada con fundamentos escasos.

Curiosamente, Orwell no pretendió concebir en 1948 una profecía a plazo fijo, sino asociar recuerdos aún frescos, como la temporada durante la cual condujo un programa de radio en la BBC, de Londres, y el breve romance que mantuvo con Sonia Brownell (en la novela, Julia, la amante prohibida de Winston) con un futuro que imaginaba remoto, acaso imposible. Ni fecha quiso ponerle: el título original de 1984 (síntesis de su aversión al imperialismo europeo, el fascismo y el comunismo) era El último hombre de Europa, pero, ante la reticencia de su editor, invirtió los dos últimos dígitos del año en que estaba escribiéndola.

Después de los atentados del 7 de julio en Londres, la BBC (casualmente, donde había trabajado Orwell) apeló a la neolengua (el newspeak de 1984) para evitar el pánico: sustituyó la palabra terroristas por la palabra bombers (literalmente, los que ponen bombas), como advierte el politólogo italiano Giovanni Sartori. Descafeinó la realidad. O neutralizó su impacto por medio de la manipulación del idioma. Aplicó, en definitiva, la fórmula del Gran Hermano: el uso deliberado de un lenguaje ambiguo y contradictorio con el fin de engañar a la opinión pública.

Entonces, los terroristas son bombers, los irlandeses del IRA y los vascos de ETA son criminales,  los palestinos son militantes, los chechenos son guerrilleros, los occidentales son víctimas y los iraquíes son bajas. Si no tiene nombre, la cosa (el peligro, en este caso) no se percibe, según Sartori.

En 1984, con una neolengua rica en eufemismos, Oceanía (Occidente, en realidad) libra una guerra permanente contra Eurasia o Asia Oriental (metáfora del terrorismo o de Al-Qaeda) y, de modo de solucionar las necesidades ideológicas no resueltas por el Ingsoc (socialismo inglés), crea su lengua oficial.

¿Es el prototipo del globish, degradación del inglés a sólo 1500 de las 615.000 palabras del diccionario Oxford que, según su inventor, Jean-Paul Nerriere, permite que un argentino, un chino y norteamericano se entiendan en el idioma de Orwell? En eso estamos en 2005 (el año, no la novela). Lo peor es enemigo de lo malo. Y lo malo no tiene definición. Desde antes de la voladura de las Torres Gemelas, las Naciones Unidas no han acertado en una convención única sobre la palabra más mentada del idioma: terrorismo.

En los atentados de Londres y de Sharm el-Sheikh, Egipto, encontró su secretario general, Kofi Annan, razones oportunas para urgir a los países miembros a ponerse de acuerdo sobre su significado. ¿Qué es el terrorismo? La mayoría de los gobiernos está en contra de él, pero los árabes, por ejemplo, insisten en llamar luchadores de la libertad a los suicidas que ponen bombas y en señalar que Israel ejerce el terrorismo de Estado. ¿Son terroristas los movimientos de liberación, como los zapatistas de Marcos? ¿Y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o, cual reverso, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC)?

Los bombers de Londres cometieron actos de terrorismo. En principio, por haber intimidado a la población civil y por haber intentado obligar al gobierno a abstenerse de alguna acción. En su caso, más que abstenerse, por haber conminado a Blair a retirar sus tropas de Irak. Consta en actas, pues, que son terroristas, según las 12 convenciones sobre la materia de las Naciones Unidas. En ellas, sin embargo, la definición del término en sí no ha logrado consenso.

Con las imágenes de la estatua caída de Saddam en Bagdad, Bush anunció el 1° de mayo de 2003, desde la cubierta del portaaviones USS Abraham Lincoln, que comenzaba una nueva era. Llevaba uniforme de combate. Varios periodistas de la coalición victoriosa debieron estrenarlo, también, mientras, confundidos los roles, marchaban con las tropas.

En la nueva era, signada desde los atentados de 2001 por la disyuntiva entre el periodismo y el patriotismo, una periodista de The New York Times, Judith Miller, debió estrenar un uniforme diferente, parecido a los anaranjados de los presos de Abu Ghraib y Guantánamo, por haberse negado a dar el nombre de la persona que le había confiado la identidad de una agente de la CIA.

Todo empezó en 2002. El diplomático norteamericano Joseph Wilson debía confirmar en Níger si Irak había comprado uranio enriquecido a ese país. No halló prueba alguna. Un año después, Bush apeló a la neolengua: justificó la invasión con la mera sospecha sobre ello. Wilson, indignado, denunció en un artículo periodístico el uso indebido de su informe. Como represalia, fuentes gubernamentales dejaron trascender que estaba casado con Valerie Plame, agente de la CIA.

La Ley de Protección de la Identidad de la Inteligencia, de 1982, impide revelar la identidad de los espías. El secreto profesional, en el caso de los periodistas, impide revelar la identidad de los informantes.

En esos días, la revista Time decidió suministrar al juez la información que pedía: correos electrónicos que demostraban que una de sus fuentes había sido Karl Rove, el cerebro de los triunfos electorales de Bush, y la revista Newsweek decidió rectificarse después de haber revelado torturas de los presos de Abu Ghraib y Guantánamo con el Corán como instrumento (16 personas murieron en enfrentamientos con la policía en Afganistán). En esos días, también, Mark Felt, número dos del FBI en 1972, rompió el silencio sobre su papel de Garganta Profunda (informante de The Washington Post) durante el caso Watergate, lápida del gobierno de Richard Nixon.

En medio de una gran confusión sobre definiciones y roles, algunos medios de comunicación han adquirido una neolengua más cercana a los afanes del poder (siempre encantados de controlar su agenda) que al interés del público. Como la mentira es la verdad y la verdad es la realidad, Bush tomó el atajo fácil: culpó a la prensa (por ella, no por su carcelero, Saddam cree que perdió las elecciones de 2004) y prometió sanciones a sus subordinados que, por tratarse de Rove, jamás aplicó. Quizá porque lo peor es enemigo de lo malo. Y lo malo no tiene definición.



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