Principio de incertidumbre




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Al-Qaeda ha modificado sus mensajes tanto por el impacto de sus actos de barbarie como por las respuestas recibidas

Desde el 27 de diciembre de 2004, Al-Qaeda entró en una nueva fase. Pocos advirtieron, sin embargo, que el mensaje de Osama ben Laden fuera serio. O, acaso, que fuera en serio. Sólo representaba, para Tony Blair y George W. Bush, otra amenaza de un criminal que, por sus afanes terroristas, debía ser ignorado. Ciento noventa y un días después (casualmente, el total de muertos en Madrid por los atentados del 11 de marzo), Londres pagó las consecuencias. Y las pagó (casualmente, supongo) el día siete del mes siete, números que coincidían (casualmente, insisto) con los terroristas que, cercados por las fuerzas de seguridad españolas, se inmolaron en un edificio de Leganés; eran, también, siete.

En ese mensaje, Ben Laden legitimaba el mandato de su lugarteniente jordano Abu Musab al-Zarqawi en Irak, fijaba en Bagdad la capital del hipotético califato (es decir, la base de la restauración del imperio que pretende dominar con el islam como credo desde el extremo occidental de la cuenca mediterránea hasta los confines del sudeste asiático) y, en el nombre de Alá, ponía en un plano de igualdad la jihad (guerra santa) en ese país y en los territorios palestinos.

Once días antes (casualmente, las fechas de los atentados en los Estados Unidos y en España), Ben Laden había criticado, en otro mensaje, el apoyo de la familia real de Arabia Saudita al gobierno norteamericano y su compromiso insuficiente con las leyes y los principios morales del Corán.

En Arabia Saudita, precisamente, su padre, Mohamed, amasó una inmensa fortuna, calculada en 5000 millones de dólares, con la cual llegó a subsidiar los salarios de los empleados públicos en un apuro financiero de la familia real a cambio de los contratos exclusivos para la ampliación y el remozamiento de los recintos sagrados de La Meca y Medina.

En 1991, después de haber permitido que Ben Laden llenara sus bolsillos con el tráfico de opio y de morfina en Afganistán mientras repelía a las tropas soviéticas con el apoyo de los servicios de inteligencia norteamericano y saudita (la CIA y el Istajbarat, respectivamente), el rey Fahd creyó que, después de la invasión de Kuwait, Saddam Hussein iba a apuntar sus cañones contra él. Permitió entonces que las tropas norteamericanas permanecieran en su territorio, reservorio de petróleo de los Estados Unidos durante la primera Guerra del Golfo.

La comisión de los primeros atentados de Ben Laden contra blancos norteamericanos puso entre la espada y la pared a la familia real saudita, obligada a retirarle la nacionalidad y confiscarle las cuentas. Desde 1992, Al-Qaeda, aún llamada Frente Nacional Islámico, comenzó a dejar su tarjeta de visita en ataques menores. Un año después, el FBI logró establecer la conexión con el jeque ciego de origen egipcio Omar Abdel Rahman, mentor del primer intento de volar las Torres Gemelas.

Desde entonces hasta 1996, todos los mensajes de Al-Qaeda (fueran por fax, audio, videos o Internet) estaban dirigidos a los Estados Unidos, por más que criticaran vagamente la alianza de judíos, cristianos y sus agentes, y se ufanaran de masacres en Somalia, Chechenia y Bosnia-Herzegovina, entre otros sitios. Pocos se sintieron aludidos. O comprendidos dentro del espectro de sus amenazas. Los musulmanes, a su vez, debían verse a sí mismos como una sola umma (comunidad), y unirse y defenderse como una sola nación. El modelo era el régimen talibán.

En el haber de Al-Qaeda primaba el principio de incertidumbre. No por la ley de mecánica cuántica del matemático alemán Werner Karl Heisenberg, sino por el terror como efecto residual, y colateral, de cada acto de barbarie. Contribuyeron a ello los atentados contra las embajadas de los Estados Unidos en Kenya y en Tanzania, en 1998, así como, dos años después, el ataque contra el destructor USS Cole, en Yemen. Contribuyó, más que todo, el derribo de las Torres Gemelas, cual rechazo, según Ben Laden, a la moral corrupta de la sociedad norteamericana y su democracia.

La jihad cobró otra dimensión con aquello que denominó las nuevas cruzadas: las invasiones de Afganistán y de Irak. En sus mensajes ya no se dirigía tanto él como su segundo, Ayman al-Zawahiri, sólo a los Estados Unidos. En abril de 2004, un mes después de los atentados de Madrid, ofreció una tregua a Europa si retiraba su apoyo a las tropas norteamericanas en ambos frentes de batalla.

En octubre y en noviembre de ese año, al filo de las elecciones de los Estados Unidos, los destinatarios fueron los ciudadanos norteamericanos y el beneficiario, aunque en forma indirecta, terminó siendo Bush, reelegido con el mote de presidente de la guerra.

Con el sello de las Brigadas Abu Hafs al-Masri (en memoria de un jefe talibán muerto en octubre de 2001 en Afganistán) como émulo de la Organización Secreta de Al-Qaeda en Europa, la jihad cobró una nueva dimensión, o entró en otra fase, después de los atentados en Londres. Con un plazo para el retiro de las tropas europeas de Irak: el 15 de agosto, en coincidencia con el repliegue de Israel de los territorios ocupados en la Franja de Gaza y Cisjordania. Y con una amenaza concreta: una guerra sangrienta contra los cruzados. Al servicio de Alá, desde luego, de modo de no dejar de lado el infaltable componente religioso.

Blair, no obstante ello, insistió en desvincular el ataque contra Londres, reproducido en escala menor (casualmente) 15 días después, de la presencia de las tropas británicas en Irak y en Afganistán. Desestimó, así, el mensaje del 30 de enero de Zawahiri, considerado el ideólogo de Al-Qaeda. En él habló de las tres fundaciones: la liberación de los territorios musulmanes por medio de la expulsión de los cruzados, la instauración de un gobierno basado sobre la autoridad del Corán y la condena de toda violación de las leyes islámicas.

A juicio de Ben Laden y de Al-Zarqawi, los gobiernos constitucionales y las monarquías islámicas son igualmente inaceptables. La democracia atenta contra el Corán, según ellos, así como las libertades de expresión y de culto. De ahí, la inconsistencia de las elecciones de enero en Irak, elogiadas por Blair y por Bush: ninguna ley de las autoridades que hayan surgido de ellas está por encima de Alá y de su profeta, Mahoma.

Más allá de las razones que hayan guiado a los cuatro suicidas de Londres a optar por la prédica salafista (nostalgia de los antepasados piadosos) en lugar de dejarse persuadir por Locke o por Voltaire, la coincidencia radica en que asistieron a madrazas (escuelas religiosas de Paquistán), al igual que Richard Reed (el terrorista del zapato) y Ahmed Omar Sheij (el asesino del periodista norteamericano Daniel Perl). En los recreos no sólo aprendieron a jugar fútbol, sino, también, a usar fusiles.

En sus primeros mensajes, dirigidos a sus compatriotas árabes, Ben Laden apelaba a un discurso seudonacionalista. En los últimos, a los Estados Unidos, Europa y los Estados árabes conversos (sean democracias, como Egipto o Turquía, o monarquías, como Arabia Saudita y Marruecos) ha procurado mostrarse como un hombre de Estado, más allá del léxico violento y la amenaza permanente. Su retórica cambió en forma abrupta, o brutal, desde los atentados contra los Estados Unidos y las nuevas cruzadas, contrarrestadas como las antiguas en Europa, pero Blair (alentado, casualmente, por Bush) prefirió no asociar una cosa con las otras, obligado desde el día siete del mes siete a vivir bajo un yugo: el principio de incertidumbre. O la incertidumbre a secas.



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