Mar adentro




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Cada vez más, los conflictos sociales son propios de los países en los que se producen en lugar de representar un drama regional

COQUIMBO, Chile.– Sobre el Desierto de Atacama, a bordo del avión presidencial, Ricardo Lagos debió interrumpir un animado diálogo con ministros, parlamentarios e invitados. «Me llama Chávez», se excusó. Y al tiro, como dicen los chilenos, partió hacia su despacho, una cabina modesta con un escritorio y tres butacas. Después abordó con la comitiva un Hércules C130, de la Fuerza Aérea, rumbo a El Salado, pueblo terroso y aislado en el que iba a inaugurar una planta de tratamiento de cobre. Fue el jueves, un día antes de su quinto aniversario en La Moneda (sede del gobierno) y un día después de la resolución de la crisis de Bolivia.

Al teléfono, Chávez era un peligro. No por el motivo del llamado, sino, amante de los monólogos, por la temible duración del diálogo a pocos minutos del aterrizaje. Desde París, empero, sólo le agradeció la gestión conciliadora del canciller chileno, Ignacio Walker, ante la secretaria de Estado norteamericana, Condoleezza Rice, de modo de atenuar el conflicto desatado entre ambas partes.

En varias ocasiones, Lagos intentó convencer a George W. Bush de que el beneficio no estaba en una agenda negativa contra Venezuela, sino en una positiva hacia la región. En el aire, mientras Walker hacía campaña en Washington por la candidatura del ministro del Interior chileno, José Miguel Insulza, para la Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), merodeaban las sospechas del respaldo de Chávez al diputado opositor boliviano Evo Morales, líder aymara del Movimiento al Socialismo (MAS), en momentos en que Carlos Mesa salía de la crisis que había creado, o recreado, con su renuncia irrevocable, rechazada por el Congreso. Una forma, acaso extrema, de legitimarse.

En la intimidad, Lagos dudaba del desenlace. Por canales diplomáticos, casi privados, había transmitido a Mesa el consabido apoyo a las instituciones. Nada más. Algo más, mentó, se hubiera prestado a malentendidos, sobre todo desde que el gobierno de Bolivia reavivó la controversia por la falta de salida al mar como una deuda histórica de Chile. Quiso sofocar con ello una exaltación del nacionalismo, el incendio político interno.

A Lagos, consciente de las dificultades de Mesa para afirmarse en una presidencia asumida de apuro después de la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada a causa de la guerra del gas, poca gracia le hacía que un dilema añoso generara tensiones. Tantas tensiones que, en medio de otro problema generado por el gas, la provisión desde la Argentina, llevaron a Néstor Kirchner a aceptar una imposición, o una advertencia, de su par de La Paz: ni una molécula debía ser transferida a Chile. Era una provocación, desde luego.

Con el primer referéndum de la historia de Bolivia sobre la política de hidrocarburos, el 18 de julio de 2004, Mesa había procurado legitimarse. En él, la mayoría de la gente se expresó a favor de aumentar el control estatal sobre los recursos naturales de gas y de petróleo, cedidos desde 1997 a compañías transnacionales; hubo un 60 por ciento de abstenciones y de votos anulados.

Del referéndum surgieron interpretaciones diversas: Mesa relativizó las abstenciones y, por esa razón, se atribuyó la victoria; la Central Obrera Boliviana (COB) apoyó las abstenciones y, por esa razón, se atribuyó, a su vez, la victoria, y Morales, empeñado en establecer en Cuzco la capital del movimiento aymara (para sorpresa y desagrado de otro presidente en apuros, Alejandro Toledo), también se atribuyó la victoria por su enconada defensa de la nacionalización de los recursos energéticos.

El quid del referéndum, en el cual hubo tres ganadores enfrentados entre sí, era la exportación de gas a México y los Estados Unidos en tanto se garantizara el consumo interno, mejoraran las condiciones de vida de los bolivianos y, por la falta de salida al mar, Mesa negociara con Lagos y Toledo el carril hacia un puerto seguro. Esa circunstancia encendió viejos rencores con ambos países y sirvió, al mismo tiempo, como estrategia de distracción frente al caos interno.

Siete meses después, Mesa buscó otra forma de legitimarse. Más drástica, por cierto: presentó la renuncia irrevocable a la presidencia si no lograba en el Congreso un pacto de gobernabilidad que incluyera la política de hidrocarburos. Tocó de ese modo una fibra sensible, más allá de que el nudo en sí, como el anterior, no hubiera representado una amenaza concreta contra el sistema. Es decir, contra la democracia.

En la guerra del gas, sin embargo, Lula y Kirchner debieron intervenir mientras en La Paz la represión policial cobraba muertos; era el acto de defunción de la gestión de Sánchez de Lozada, garantizada su salida del país por el aeropuerto en donde, casualmente, abundaban los bloqueos de rutas. En esta ocasión, ambos gobiernos, así como otros, supieron de antemano que iban a actuar en defensa de las instituciones. En defensa de Mesa, en realidad, si la renuncia irrevocable no era más que un plan para frenar las presiones de los cocaleros, los indígenas y los sindicalistas.

Mar adentro, la crisis de Bolivia vino a demostrar que América latina dejó de ser un tapiz homogéneo de riqueza oculta o de pobreza incómoda. En abril de 2004, una multitud linchó al alcalde de un pueblo del altiplano peruano por malversación de fondos. Poco después, lo mismo pasó en un pueblo del altiplano boliviano: una multitud linchó al alcalde y prendió fuego a su cuerpo; era el castigo contra la corrupción. La justicia por mano propia, digamos.

De hechos o crímenes de esa magnitud se ufanaron de estar libres las zonas bajas de Bolivia, concentrado el rédito de su petróleo y de su industria en Santa Cruz de la Sierra. De ahí, la división geográfica y étnica por la cual unos, inspirados en Morales, rechazan el neoliberalismo y respaldan una mayor presencia del Estado en la economía y los otros, a veces exagerados en señalar las diferencias raciales, no son fanáticos del Consenso de Washington (reformas y privatizaciones), pero tampoco ven otra alternativa.

Esa fractura, de matices mucho más profundos, llevó a reflotar un planteo recurrente de autonomía entre ricos y pobres del mismo país. O, acaso, entre ricos y pobres de dos países con límites fijados por el soroche (mal de alturas). Con los partidos políticos en crisis, como en Perú y en Ecuador, los indígenas de Bolivia alcanzaron representación en el Congreso, pero, al mismo tiempo, combinaron las prácticas democráticas con las protestas organizadas. En especial, los bloqueos de rutas. En Morales, perdedor por escaso margen en las elecciones presidenciales de 2002, encontraron su voz tanto ellos como los cocaleros, afectados por el afán de los Estados Unidos de erradicar los cultivos como parte de la lucha contra el narcotráfico.

En su momento, Sánchez de Lozada pidió al gobierno de Bush una ayuda adicional de 150 millones de dólares para paliar el inminente estallido social; recibió apenas 10 millones. Morales, ensalzada su figura por la polémica desatada en la campaña electoral con el entonces embajador norteamericano en La Paz, Manuel Rocha, no hizo nada por evitar el derrumbe de su adversario. Una actitud diferente adoptó frente a Mesa: denunció un presunto chantaje, pero se inclinó por su continuidad en el cargo.

Mar adentro, pues, Lagos recorría el norte de Chile en vísperas de su quinto aniversario en el gobierno, coronado con una economía en alza y un riesgo país en baja; Chávez agradecía su virtual blanqueo frente al gobierno de Bush, y Morales acordaba, pero no, una tregua con Mesa que, en el fondo, no hizo más que demorar la explosión de la garrafa. Sobre ella, frente a un horizonte no menos árido que el Desierto de Atacama, estamos sentados todos.



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