Es una experiencia religiosa




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La designación de Condoleezza Rice como secretaria de Estado garantiza cierta dureza en la diplomacia norteamericana

Doña Angelina Rice dictaba clases de música. Tan apasionada era por las corcheas y las semifusas que bautizó a su hija, nacida el 14 de noviembre de 1954 en Birmingham, Alabama, con el nombre Condoleezza (del italiano, tocar con dolcezza, tocar con dulzura). Le enseñó a tocar con dulzura el piano. No imaginó, empero, que iba a ser una de las mejores intérpretes de Strauss. Lamentablemente, no de Johann Strauss, el compositor de los valses vieneses, sino de Leo Strauss, un maestro en el arte de utilizar la mentira como arma de persuasión y de legitimación de una política orientada a favorecer a “los sabios” (la clase dirigente) y a instaurar un “mejor régimen” (para una elite).

Un Strauss, filósofo alemán nacionalizado norteamericano, nació en el mismo año en que murió el otro, 1899. De la letra de uno, más que de las notas del otro, se nutrió desde el comienzo el ala dura del gobierno de George W. Bush, dominada por sus discípulos y por los discípulos de sus discípulos.

En el tránsito de consejera de Seguridad Nacional en el primer turno presidencial a secretaria de Estado en el segundo, Condi ha tocado con dulzura  la partitura de las guerras preventivas, adaptada del ideario de Strauss, con el mismo afán con el cual Bush, en reciprocidad, ha dicho que, excepto con Laura, era la primera mujer con la que hablaba cada mañana y la última con la que reflexionaba cada noche.

Con ella, hija de un ministro presbiteriano que predicaba los domingos en el sur segregacionista de los cincuenta y de los sesenta, comparte la fe y, a la vez, la quintaesencia de la cruzada que desataron los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.

Resumida, como apéndice de las teorías de Strauss, por uno de sus mentores, Robert Kaplan: “Se debe considerar la campaña militar en la zona del Golfo Pérsico no como un esfuerzo aislado, sino como la culminación de un esfuerzo, que dura ya una década, por atraer los vastos territorios del extinto Imperio Otomano, desde los Balcanes hasta Asia, al mundo moderno y a la órbita de Occidente”.

Es una experiencia religiosa, pues, de la cual Bush, al igual que Rice, rechaza su rasgo imperial por principios, pero no duda en usar argumentos morales para invadir otro país, Irak, con el fin de terminar con armas de destrucción masiva que no existían y con la dictadura de Saddam Hussein. O para expulsar de Haití a un presidente inefectivo y corrupto, Jean-Bertrand Aristide. O para bombardear y ocupar el refugio del régimen talibán, materia prima de Al-Qaeda, en Afganistán. O para cercar durante más de cuatro décadas a la tiranía comunista de Cuba.

Con argumentos morales, Bush ganó la reelección. Ganó algo más: sin reparar en la tolerancia de Venus (la vieja Europa, bajo el amparo de la diosa del amor) y en el rigor de Marte (los Estados Unidos, bajo la conjura del dios de la guerra), según el léxico provocador de Kaplan, su estratego de campaña, Karl Rove, consustanciado con las sinfonías bélicas, movilizó a una masa siempre renuente a votar.

Ganó de ese modo el favor de esa masa, a la cual pertenecen en forma indistinta Rice y un bautista del sur como Bill Clinton, que cree en el infierno, en los milagros, en la veracidad literal de la historia de Adán y Eva, en la abstinencia sexual antes del matrimonio, así como en preservarlo una vez consumado, y en la encarnación del mal en Saddam y en Osama ben Laden.

De ahí el llamado voto evangélico de Ohio, tan decisivo en 2004 como Florida en 2000. De ahí, también, la continuidad prometida de una diplomacia agresiva, tarea encomendada a Rice después de las flaquezas aparentes de Colin Powell. Una diplomacia basada sobre valores, o argumentos, morales en los cuales el esfuerzo último, versión Kaplan, debe consistir en una razón altruista, como expandir la democracia y la libertad, o en una razón definitiva, como la legítima defensa.

Sin incurrir por ello en los pecados del imperialismo histórico. Sobre todo, porque los Estados Unidos, desde su fundación, no se consideran a sí mismos un imperio, sino una democracia, o una nación indispensable, sin la cual no hubieran sido creadas las Naciones Unidas ni hubiera sido liquidada la Unión Soviética.

En ella, precisamente, se especializó Rice, directora de asuntos soviéticos en el Consejo de Seguridad Nacional durante la presidencia del primer Bush, de 1989 a 1991. En enero de 2000, antes de incorporarse al gobierno del nuevo Bush, criticó en un ensayo la política exterior de Clinton por haberse centrado en el “interés humanitario” en desmedro del “interés nacional”.

Era la expresión inicial de aquello que, como consecuencia de la voladura de las Torres Gemelas, pasó a ser el legado de la fundación neoconservadora Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, creada el 3 de junio de 1997. La presidía Kaplan; la integraban el gobernador de Florida, Jeb Bush; el vicepresidente Dick Cheney; el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y su segundo, Paul Wolfowitz, entre otros discípulos y discípulos de los discípulos de Strauss.

Partieron de una premisa: el liderazgo del país iba a ser bueno tanto para ellos como para los otros. Es decir, para todos nosotros. Más allá de que los Estados Unidos tuvieran la obligación moral de asumir la responsabilidad y el costo. En especial, del mantenimiento de la paz en Europa, Asia y Medio Oriente. Sin escatimar gastos; gastos militares, digo. Sólo necesitaban un presidente que asumiera, tiempo completo, su rol de comandante en jefe de las fuerzas armadas. Un presidente de la guerra, como se definió a sí mismo Bush.

Con los atentados, la premisa adoptó jerarquía de dogma. Rice, en una posición clave, no desperdició un solo minuto en ejecutar la melodía de Strauss, fallecido en 1973. Una melodía que, como el escudo antimisilístico que planeaba tender Bush apenas asumió la presidencia, procuraba evitar no sólo actos terroristas en suelo propio. Procuraba evitar la transferencia de poder de Occidente a Oriente. En forma más concreta, de Occidente a China, la India y los tigres del sudeste asiático.

A los ojos de Bush, Rice “aprendió que la dignidad humana es un don de Dios y que los ideales de los Estados Unidos superarán la opresión”. Como ella, en cierto modo, negra en un universo blanco en el que su madre quiso crearle un espacio despojado de la discriminación frecuente en su infancia. Logró que, a los nueve años, pudiera probarse un vestido que iba a estrenar el Domingo de Pascuas en el vestidor de la tienda en lugar de hacerlo en el depósito del fondo. Poco digno para una niña que, entre fusas y confusas, estaba destinada a tocar con dulzura las piezas del otro Strauss.



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