Si la muerte pisa mi huerto




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Sin su líder histórico, los palestinos enfrentan el dilema de elegir un sucesor que negocie la paz con Israel y los EE.UU.

Era Leilat El Qader (La Noche del Destino). Alá iba a revelar el Corán a Mahoma. Y los palestinos, en el mes de ayuno de Ramadán, esperaban recibir una señal divina sobre la suerte de su líder, Yasser Arafat. Estaba agonizando en París.

Curioso destino después de haber querido morir como un mártir en la Mukata de Ramallah, Cisjordania, en donde había vivido confinado desde diciembre de 2001 hasta fines de octubre. Perdón: ¿curioso destino? La inminente viuda, Suha Tawil, resistida por el establishment palestino, procuraba hacer valer la ley francesa sobre su formidable fortuna, estimada en más de 1000 millones de dólares, mientras los Abus (Abú Abas y Abú Mazen), dirigentes de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), insistían en que Arafat presidía un Estado en ciernes y, por esa razón, sus cuentas bancarias y sus inversiones pertenecían a él.

En medio del tironeo, o acaso antes, Arafat murió. Suha, radicada en París, aceptó recibir una pensión vitalicia. Los Abus, considerados moderados por Israel y por los Estados Unidos, retornaron de inmediato a Gaza, en donde iban a enfrentar la otra parte del problema: el reparto del poder con grupos hostiles, como Hamas y la Jihad Islámica. No lograron convencerlos: ambos reivindicaron la lucha contra Israel; la jihad (guerra santa), en su léxico ominoso.

Desde mediados de año, varias facciones en pugna de la ANP, la vieja guardia y la joven guardia entre ellas, comenzaron a evaluar las instancias de la transición. Poco antes, en secreto, el gobierno de Ariel Sharon había previsto los funerales: la operación Día Lluvioso consistió en un simulacro del refuerzo de la seguridad en la Franja de Gaza y en Cisjordania, de modo de prevenir ulteriores desgracias.

En los Estados Unidos, George W. Bush, concentrado en su campaña por la reelección, dejó entrever que no movía un solo dedo por un conflicto que siempre hizo parecer lejano, más allá de la venia que había dado su gobierno a la errática Hoja de Ruta plasmada con la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia; su rival demócrata, John Kerry, bendecido por los grandes medios de comunicación, ganó el voto judío, pero perdió las elecciones.

En Sharon, partidario de los asesinatos selectivos en respuesta a los atentados suicidas, confió Bush el desenlace de la intifada (sublevación palestina); en Sharon y, entre bambalinas, en líderes árabes que jamás han dudado en apelar al doble rasero para conservar el poder propio y recibir el favor ajeno. La caza de Saddam Hussein, tan odiado como Arafat por algunos de ellos, ha sido la gran contribución del presidente norteamericano a la paz en Medio Oriente y la democracia en el mundo árabe.

En la causa palestina, más que en la voladura de las Torres Gemelas y en las amenazas de Al-Qaeda, radica desde los setenta el conflicto. Tan difícil de resolver que sobrevivió a todos los mandatarios israelíes y norteamericanos que han procurado mitigarlo. Tan difícil de resolver que sobrevivió, también, a Arafat, declarado muerto el jueves, siete después del noveno aniversario del asesinato de uno de los pocos pares del otro lado de la frontera con el cual pudo vislumbrar el resplandor de una tregua, Yitzhak Rabin.

En casi cuatro años de gestión, Bush estuvo varias veces con Sharon, por más que no simpaticen entre sí, pero nunca cedió frente a Arafat. Lo tildó de terrorista y, por ello, se negó a hablar con él. Subestimó, o prefirió ignorar, la causa palestina, inscripta en la mayoría de las fatwas (proclamas) de Osama ben Laden contra los cruzados y los judíos. Subestimó, o prefirió ignorar, que no se trataba de la declamada desaparición del Estado de Israel, sino de una guerra anticolonialista en varios países, aliados muchos de ellos y, a su vez, ejes de un conflicto con sucursales. Subestimó, o prefirió ignorar, que, debajo del rechazo a la bandera de barras y estrellas fomentado por su doctrina de las guerras preventivas, resurgía un efervescente nacionalismo mezclado con fanatismo religioso en nombre de un apéndice común: la jihad.

En tres décadas, empero, la estabilidad aparente de la región dependió de un factor valioso para Bush: Arabia Saudita ha sido el comodín del abastecimiento de crudo en cuantas crisis hubo a su alrededor, fuera la revolución iraní (1978-1979), fuera la guerra entre Irán e Irak (1980-1981), fuera la primera Guerra del Golfo (1990-1991), fuera la segunda Guerra del Golfo (desde 2003). Salvaguarda ese papel, o sus reservas de petróleo, de eventuales represalias por culpa de Ben Laden, Saddam o el finado Arafat.

Contra la causa palestina, si del derecho del pueblo a la autodeterminación se trata, han conspirado más sus propios mentores que sus más enconados enemigos. Dijo alguna vez Shimon Peres, el sucesor interino de Rabin, que no existían las negociaciones entre los israelíes y los palestinos, sino, en realidad, las negociaciones entre los israelíes. En ello radicaron las dificultades que tuvo Sharon para imponer su iniciativa, o su aceptación, de replegarse de la Franja de Gaza, promovida como una oportunidad para los judíos (de defenderse) y para los palestinos (de prosperar).

La valla tendida por Israel en los territorios ocupados, tildada de ilegal por el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, molestó a los árabes, pero no llegó a indignarlos. Ni a reclamar más de la cuenta. Bush, a su vez, de relación cortante con Sharon, prefirió mostrarse distante del conflicto en sí.

En vida, Arafat era el escollo de un plan que incluía el cese del terrorismo y la reforma de la ANP. Entre las prerrogativas, pautadas en abril, figuraba la demarcación de las fronteras de Israel como antes de la guerra de 1967.

De ahí el retiro unilateral de los colonos de la Franja de Gaza, cual concesión dolorosa, y la ausencia de un mediador norteamericano, capaz de frustrar todo acuerdo.

Apenas supo de la muerte de Arafat, el primer ministro británico, Tony Blair, viajó a Washington. Y trazó con Bush una nueva estrategia para salir del atolladero al cual ha conducido la Hoja de Ruta. Era la deuda impaga por la participación de sus tropas en Irak.

Piensan ambos que será más fácil  terciar, y prosperar, con los Abus y sus camaradas, entre los cuales habrá nuevas autoridades en dos meses, que con Arafat mientras habitaba el edificio ruinoso de Ramallah. De él salió con una sonrisa figurada; regresó, después de Leilat El Qader (La Noche del Destino), sin más señal divina que la incertidumbre frente al dilema usual entre ellos y los israelíes: dirimir las diferencias internas para negociar las externas. Una empresa tan complicada como hallar, entre las adhesiones y las traiciones frecuentes, la fórmula de la paz.



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